El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

miércoles, 7 de octubre de 2015

Por qué soy un Anarquista

Toda mi vida he odiado el poder. No me refiero al poder político en exclusiva. Me refiero al que se proyecta sobre todas las cosas como la oscuridad. Lo he odiado de manera obsesiva al punto en que en muchos aspectos ha eclipsado mi vida porque no hay organización, orden o linaje que no se nutra del poder como de una sábila.
Mi odio por el poder no quiere decir que no haya sido, más a menudo de lo que quisiera, un súbdito temeroso del castigo y de la represión. Los que odian el poder, como yo, lo odian en el silencio y en el sarcasmo, en el remordimiento y la culpa. Decía Sartre en sus memorias que nunca aprendió a mandar porque nunca aprendió a obedecer. Hay anarquistas redondos en sus propósitos, en su manera de concebir la podredumbre del poder desde el comienzo y hasta el final. Los que son como yo solo lo odian en su emanación, de donde viene y a menudo sus vidas se consumen en aprender a devorarlo entero.
Desde niño recuerdo que la peor hora del día llegaba con la noche…era la hora de dormir. No es que temiera a la oscuridad. De hecho, mi vida, esa existencia tenue entre libros como llamaba Bertrand Russell a la suya, ha estado marcada por las sombras físicas, las únicas entre las que encuentro la penumbra que nutre el pensar. Yo odiaba el momento de dormir porque era la imposición de un final, el único verdadero para los niños que no conocen el absoluto de la muerte. A menudo mi madre me llevaba de la mano a la cama así estuviera en lo más álgido de la diversión. No la culpo, era como todas las madres: la norma por la norma, la imposición de lo que no se puede dejar de hacer, porque el absoluto de una determinación es mejor que nada. Nos íbamos a dormir, y todo acababa…el día terminaba sin motivo aparente. Estas pequeñas indignaciones fueron mis primeros destellos del sabor de la autoridad, y los aborrecí.
Más adelante, mi padre ejerció el mismo tipo de poder conmigo. Siempre he despreciado especialmente esta unilateralidad del poder. La verdadera esencia del poder es el porque sí, la opción que nada acuña, el perfecto atisbo de la aseveración, sin que cosa alguna la contenga. A pesar que ahora no lo comprenda o siquiera lo recuerde de esa manera, mi padre hizo lo que muchos padres hacen con sus hijos: les hacen saber que el poder es un ejercicio vectorial, que va en una sola dirección. Por muchos años me amilanó, se cruzó en mi camino y en mis pequeñas determinaciones como si en ello tuviera yo un sendero fijado y me hizo saber cuando estaba en edad de parecer una amenaza, que él no lo toleraría: no toleraría la nada porque tal amenaza nunca se había hecho patente, ni se haría. 
Noam Chomsky
Es esto lo que desde entonces he aborrecido; el final de la concatenación que lleva a uno mismo. Cuando mi padre llegaba a casa, por algún motivo que no comprendo, todos debíamos callar. En la mesa sólo se oía su voz, su masticación, su respiración. El poder impone estar a la espera de alguien. Y en cierto momento de la vida se casa con la seriedad de los propósitos. La gente se comienza a llenar de frases inconcebibles para un niño: ante la mas suave de las peticiones las palabras del poder descuellan en la posibilidad medio resuelta, con el trino de la idiotez y de la unilateralidad: ‘…veremos, veremos si puedes ir a la fiesta’. El poder suele discurrir  por el sendero de la ansiedad que resulta de la posibilidad inconclusa. Y es por ello que tampoco en mi vida he tolerado la noticia que se dará mañana, la charla que tenemos pendiente, la sorpresa que te tengo preparada…lo que se va cociendo y cavando, como el trabajo que invierto en tu despido, la conversación para sacarte de acá, lo que le diré mañana sobre nosotros que ahora nos amamos. La naturaleza más ominosa del poder en efecto trascurre por la premeditación. Es por ello que muchos de los poderosos son personas especialmente calculadoras, cerebrales, estratégicas. No podría concebir mi vida como parte de una estrategia. Las estrategias se hicieron para la guerra y para los grandes planes que se proyectan, pero no para la vida que tiene esta forma de ir transcurriendo por las laderas mas improbables que marca el eclecticismo de lo que no ha sido concebido bajo un plan. Y en efecto, el que ama el poder suele concebir su vida como parte de un plan.
No por no amar el poder, he dejado de admirar el ejercicio de decidir. No hay en ello necesariamente una opción de poder; el que decide lo puede hacer por si mismo y no como parte de algo mas grande. Los existencialistas concibieron por ello que la máxima libertad de un hombre estaba en poder decidir el momento de su muerte. La máxima libertad, no el máximo ejercicio de poder. Porque claro que el poder demanda a otros sobre quien se ejerce.
Siempre que lo considero en mi mente despuntan las palabras de John Stuart Mill; no es del poder de los gobiernos que debemos temer, es del poder de los demás, de los otros, a menudo de si mismo. Cuantas instituciones a las que nos sometemos feliz y trágicamente no son puros y retóricos ejercicios de poder adornados de libertas. Cuando Rousseau comenta los orígenes del totalitarismo, recuerda cómo los hombres corrieron hacia sus celdas creyendo con ello asegurar su libertad. Pero claro que el poder viene de las organizaciones humanas. Su mismo propósito, el de estas instituciones, es el ejercicio del poder, o mejor, el permitir que otros vean cómo algunos hombres ejercen su poder; el propósito del poder es el poder. Nada más peligroso, el filo cortante de la fuerza termina tomando el mismo camino: el propósito de la tortura es la tortura, de la cárcel la cárcel, del trabajo el trabajar. Pronto esas prácticas terminan teniendo que dejar de apelar a una razón fundamental: la confesión, la seguridad o el salario…y se independizan de ellas. Esto es a lo que llamamos con razón totalitarismo.
Los peores poderes que se ejercen sobre una persona son los que involucran de manera más directa su cuerpo, sus finanzas y sus creencias. Son ámbitos profundamente intestinos, tinturados de los residuos que se desprenden de la vida intima y que el poder procura que se cuelen a un ámbito público. No hay verdadero poder, no se siembra su semilla hasta que no se llega a ellos, porque los hombres son capaces en general de sacudirse el yugo de otros poderes que no los conciernen. Pero el verdadero poder siempre llega hasta los núcleos de lo que nunca se debe tocar, resolver y que con temor se vuelve de injerencia de todos: el médico mete la mando en los más profundo de las entrañas, el abogado en lo más profundo de los derechos, el sacerdote en aquello que hace que las culpas nazcan. Todos son personajes odiados y al tiempo amorosamente temidos por aquellos que aunque odian en su fuero interno el ejercicio del poder, aman a quien lo ejerce con ellos. George Orwell comprendió muy bien la naturaleza morbosa del poder cuando en boca de Winston Smith en 1984 recuerda que ellos si pueden llegar hasta allá…

El punto culmen del poder se produce en el matrimonio cuando este ensaya su experticia con la infelicidad. La pareja a menudo nos recordará que la desdicha suele nacer más veces de las que nos imaginamos del desanimo, de la palabra muerta, del eslabón faltante: el marido llama a su mujer. Por algún motivo que no importa está feliz…ella se limita a recordarle que no es día de beber…así sea sólo por no verlo feliz, sin que ello importe para nada más, porque el propósito del poder ejercido así como lo señalo no puede ser otro que el de recordarnos en los escasos momentos efímeros de felicidad pasajera, que todo es susceptible de volverse atroz y descarnado. El poder es un espejo de la muerte.

Si concibiera una fantasía ridícula, una pintoresca ideada en torno al poder imaginaría un mundo en el que no hay un ejercicio del poder, en el que el poder se concibe como una enfermedad inoculada y mortal de la que hay que huir y en el que los hombres consideran que el último propósito de la existencia es delegar cuanto poder sea mínimo. Creo que a ello con razón se le llama Anarquismo, y al menos para mí tiene tanto que ver son los sindicatos como con los pulpitos. Y de haberlo conocido cuando era un niño y me mandaban a acostar, tal vez nunca me hubiera ido a dormir a la hora que se me obligaba.

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