El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

sábado, 26 de marzo de 2011

En realidad no hacía falta añadir ciudades a las de Italo Calvino en sus Ciudades Invisible, pero fue un placer describir algunas de las mías...

Las Ciudades que le faltaron a Calvino


Dakala Sud, callejón de los músicos

En Dakala Sud, nombre apropiado por sus eufónicas referencias y por su sonoridad percutiva, siempre las banderas ondean hacia el horizonte y en los atardeceres pareciera por su longitud que persiguen al Sol en su declive. Cada bandera señala el lugar de un grupo de músicos, a veces de un solitario gendarme que se defiende con una guitarra o con un violín, nunca vocalistas porque la gente que frecuenta Dakala Sud solo ama la música de los instrumentos y considera la de las palabras otro arte que no osan confundir. Tampoco es su costumbre sentarse a observar a los músicos; muchos de ellos están ocultos de tal manera que las melodías de mares lejanos, de tierras desconocidas como las especias y el azafrán son dejadas libres para que los aires frescos de la noche las traigan y las lleven como el caprichoso ondear de los lienzos y de las llamas que saludan el cielo oscuro y desnudo. En Dakala Sud, piensa la gente, el extraño e incómodo momento en el que la gente se acerca a un músico rompe la magia poética de las frases musicales, y lo expone a la vergüenza. Quien frecuente la plaza nunca ve a los intérpretes; sabe que su viaje pasa por las luminarias del inconsciente, por la garita de los recuerdos. Sus habitantes gustan más bien de asociar la música con los olores, los únicos dos sentidos humanos, dicen, que exponen a quien los experimenta a una sensación inmediata, traída de otras épocas aunque diferente a ellas en esencia y en poderío. En Dakala Sud se dice también que la música no es del todo humana porque dice cosas pero no con palabras.



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La Caprit Diccar de lapislázuli

¿Qué cuánto llevo acá? En realidad toda mi vida, mirando al horizonte a Caprit Diccar, la ciudad del resplandor de lapislázuli. Es una extrañeza científica que no entienden sus habitantes, en ella nada es realmente azul, pero cuando se mira a la distancia, especialmente en los días de las tormentas de aíre, parece brillar como el cielo. Hace mucho los científicos vinieron a Caprit Diccar y montaron por la plaza y por las garitas sus complejos aparatos de medición sensibles a la altura y a la cercanía. Se fueron sin decir una sola palabra y no han regresado desde entonces. La gente de Caprit Diccar ignora si han resulto el misterio del azul de su ciudad. Tal vez los colores de la ciudad a la distancia absorben todos los reflejos probables menos los del azul, y en la cercanía absorben solo el azul, el color más común en la tierra. Dicen que los colores son etiquetas en los ojos del que observa. No saben, pero como yo, otros vienen siempre a las colinas en los atardeceres del solsticio y del equinoxio a observar el azul que, según dicen, es saludable para sus ojos y que extrañan con pasión.



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La elusiva Lunfardi di Ori

Nunca he hablado con alguien que haya visto en realidad a la Lunfardi di Ori, como la llaman los libros. Algunos viajeros en noches especialmente claras traen noticias vociferantes y alarmadas de la lejanía de sus luces, de la forma en que parecen titilar, amarillas como el iodo, trémulas en el aire y la distancia. Cuando quieren acercarse, pareciera que la ciudad se aleja, hasta que caminando en dirección a ella eventualmente desaparece. En la época de mi bisabuelo se contaban historias de hombres que habían llegado a ella evitándola, rodeándola en los mapas, pero ningún método único e infalible había para encontrarla aún así. Sólo sus luces rumoran de su vida, de sus movimientos que se perciben a la distancia, de sus gentes de los que se dice que aún llevan pesado calzado de madera y también odian ser descubiertos por expedicionarios, aunque reciben con legítima preocupación a los accidentados. Tal vez la Lunfardi di Ori sea una ciudad cuyos habitantes aprendieron a mover constantemente, quizá hay un loco juego de luces y de distancias y de triángulos en el cielo para que la veamos empequeñecer con la cercanía. Ya otros han perdido sus naves en el mar o sus aviones por gigantescas resplandecencias que se ven claras a través del agua en lugares en las que no tendría que haber siquiera una vegetación errabunda. En tierra, sin embargo, no sabíamos de ciudades que se movían al capricho de su elusión.



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Berqueñón

Le hermosa Berqueñón no es más que musgo y árboles antiguos y extraños parajes abiertos que toman al viajero por sorpresa. Su encanto es su imprevisibilidad; se la camina sin saber su forma, por días. Es creativo el habitante o el visitante que descubre nuevos caminos y los comunica a los demás; los caminos que no han sido recorridos antes son la medida misma del ingenio del hombre en Berqueñón. Quien la recorre tarda un tiempo en comprender que está en una ciudad y no en un bosque antiguo. O considéreselo de esta manera: la ciudad es el viejo bosque fabricado con paciencia por los años y por generaciones de habitantes. Tienen estos una extraña manera de aparecer entre las hojas y el follaje cuando alguien quiere contar una nueva historia sobre un claro del bosque, cuando ha logrado salvar una enmarañada res de lianas que llevan a algún lugar. Pero si se buscan, siempre se los ha de encontrar en los parajes más lejanos, en los recodos del campo entregados al duro trabajo, con la bikkara al hombro, resguardados del viento que les parte la piel como un horno inclemente y constante.



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Las Mujeres de Dassa

En Dassa el mayor placer que puede experimentar el habitante es salir temprano de la ciudad, cuando las hojas aún están duras y casi quebradizas por el frío, cuando no ha despertado el bullicio de luces grises y barro de los mercados de pescado, y mientras la amante permanece en el lecho aún con el sabor del amor del viajero en los labios. Las mujeres de Dassa son hermosas; su espeso pelo negro les cubre parte de la espalda como una manta, y toca delicadamente sus senos cuando están desnudas. Tienen una forma de caminar que parece haber moldeado las estrechas calles de la ciudad misma, que llevan un ir y venir enmarañado pero nunca desesperante. En Dassa nunca siente el viajero haber estado dos veces en el mismo lugar, y todo parece tener el mismo importe, la misma calidad. Todas sus plazas arremedan estar perdidas y poco frecuentadas, lo cual hace pensar al paseante que esa plaza es su plaza, que él la ha conquistado y descubierto y que sólo él como visitante llega allí. Los habitantes de Dassa, saben que no es así y se ríen en silencio. Se dice que ningún viajero ha amado dos veces a la misma mujer en Dassa.



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Furi, el metal y las máquinas

El que se va acercando a Furi no lo puede evitar: se preguntará una y otra vez si el ruido de las máquinas distantes no es exagerado para estar tan lejos. Chirridos metálicos, a veces crujientes y rompedizos inundan como una advertencia las lomas de barro descendente que llevan hasta la ciudad minera de Furi. El viajero llegará a ella como en una pesadilla, descendiendo un paso decidido a la vez. Dicen que de su corazón nacen piedras que brillan como los errantes del cielo, y sus montañas lodosas son del oro más puro, pero en Furi todo es del mismo color ocre y pálido, incluso los rostros de sus habitantes, los recios mineros que la conquistaron a costa de sus vidas hace más generaciones de las que pueden contar. Sus comidas son como el impenetrable barro que pisan y en el que viven. Mineros de manos como la piedra se sientan frente a ollas humeantes bajo la lluvia inclemente y en silencio sorben los espesos potajes que los mantienen con vida para descender una vez más. En Furi nada se terminó excepto las minas; las paredes aguardan, las casas en donde en las noches de silencio de las máquinas criaturas enfermas lloran el dolor de la niñez, escalan hacia el cielo apenas un piso y medio, siempre proyectadas, como si hubiera existido para todos una época de sueños y esperanzas que nunca se cumplió. Furi aún no ha soltado ni sus rubíes más traslúcidos, un sus lingotes incargables, ni sus más delicadas esmeraldas que nunca se dejaron tocar por el nitrógeno. Pero el ruido de las máquinas no aguarda ni un solo día.



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El puerto de Atrachón

Atrachón es un enorme puerto, nada más que eso, un solo puerto garrafal y desolado. Siempre da la impresión de estar regido por el amanecer o por el alba y sus habitantes parecieran parte necesaria pero prescindible de un cuadro que se va pintando. En Atrachón el viajero sentirá una inconmensurable soledad; cada atracadero se yergue sobre el mar, a veces por kilómetros. Algunos dan la impresión de no haber sido tocados nunca por barco alguno y es inevitable que tarde o temprano el paseante se pregunte si las plataformas de Atrachón fueron construidos por hombres o por dioses que no sabían el tamaño ni el propósito de su obra. En cada uno de sus rincones se siente ese letargo pesado que golpea en las entrañas al irrumpir en un sitio gigantesco y solitario. Atrachón sería un paraje perfecto para los encuentros furtivos del amor, pero por su constitución, casi nunca dos habitantes o un viajero y un habitante se cruzan.



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Las aguas y las ruinas de Ishtahar la Vieja

Hay en Ishtahar la Vieja un delicado retroceso de las aguas que sus habitantes llaman el Tashani. No es de explicar, pero toda el agua que se deja fluir de un recipiente, de una bañera o de un lago forma delicados vericuetos y canales que apuntan al sitio en la que fue liberada, como si no quisiera abandonar la ciudad y fuera propia de ese lugar. Hay en su centro siete cúpulas redondas coronadas por una rosa de las aguas, como la llaman sus habitantes; nosotros la llamamos la de los vientos. Creen estos que la dirección del agua señala sitios claves de la geografía y que liberar cuerpos de agua, incluso en el mar, puede apuntar hacia un destino. En Ishtahar la Vieja, la de los misterios, las ruinas son cuidadosas y metódicas. Algunos dicen que es un efecto del extraño comportamiento del agua, pero lo que se derrumba por efecto del tiempo cae en patrones perfectos, matemáticos. Hace miles de años los habitantes de Ishtahar sabían por experiencia dónde se comenzaría a derruir una vieja casa, y tomaban medidas con anticipación, pero no lo habían cuantificado. Descubrieron después que correspondía a series matemáticas en las que el siguiente número se formaba por la adición de los dos anteriores que lo precedían en la serie: 0,1,1,2,3,5,8,13….De un muro, caería el primer ladrillo, y si este se reemplazaba, caería también, antes del segundo; luego el tercero, el quinto y así.

Roberto Palacio

lunes, 21 de marzo de 2011

Un panfleto, lo sé...pero simplemente ya no aguanto más el silencio con estos personajes

USTEDES


A ustedes parece habérseles olvidado que acá estamos. Tal vez ya piensan que en este país no existimos, que nos hemos ido, que aprovechamos alguna de las grandes diásporas para dejarles todo. Pero acá hemos estado todo el tiempo, en silencio. Mientras ustedes maquinaban por conseguir esa tajada que los iba a sacar de la pobreza, nosotros leíamos a Dante, mientras pensaban si blanquearse los dientes, corregirse el apellido, o se concentraban en ver qué restaurante de moda les podía satisfacer el apetito aunque no sabían ni siquiera asir un tenedor con tres dedos, nos preocupábamos por el porvenir, por ser mejores, por mantener una llama viva. Ustedes se ufanan de su carácter práctico, al menos los que saben que se consideran hombres prácticos y yo les recuerdo que también este es un ideal porque acaso, ¿dónde está ese pragmata? En nombre de algo que no comprendían planearon una vida de deshonestidad, sumida en la incapacidad de desilusión por esa misma estupidez; ¡dos infortunios hacen una bienaventuranza! Y sin embargo, todos estos años hemos guardado silencio, no porque no importe, no porque sea una estratagema romántica de hippie que todo lo tolera, sino porque hay cosas que es mejor dejar sin intervención, porque hemos creído en el carácter sagrado de lo que es de todos. Y callar cuando se quiere reventar, cuando se está lleno de ideas, es el acto de un valiente.

Fuimos testigos mudos de cómo comenzaron a subirse en la mentira, la vimos crecer como una burbuja atómica, intoxicante, los vimos montar en ella, y cabalgarla y ahora los vemos decir que no la conocen: ‘Yo no conozco a ese señor, yo nunca me reuní con él en el departamento del Cesar o del Magdalena o de la Guajira, o en la Finca Vista Hermosa; no financió mi campaña, sólo me compró boletas para una rifa, no es mi amigo así aparezca en fotos con él’. Pronto los veremos conmovidos hasta las lágrimas, clamando derechos honoríficos. Perdón, ya los hemos visto, reputados y rancios ladrones de la Costa Atlántica de Colombia demandando a los que se atreven a pensar porque los llaman por su nombre: corruptos. Corruptores. Yo me declaro vencedor, porque yo sí puedo afirmar que conozco gente, ninguno con números en su nombre de pila, no con alias, sino con apodos que les ha puesto el cariño. Cuando tengo la fortuna de poder ir a una finca, no lo hago para vender el futuro de mis hijos. No voy a negociar galones de sangre, ni vidas. No lo hago para esas…cómo decirlo…asquerosidades. Cuando me reúno con alguien no tengo agenda y no me siento compelido a hacerlo en escenarios ambulantes, y quien me chuce el teléfono se expone a morirse del tedio. Y nada de esto que hago lo tengo que negar.

Tal vez se diga que habrá que dejarse de falsas morales -dos años en la cárcel y a vivir como un rey- a lo cual respondo que la mía es propia, incongruente, compleja, elaborada, realista o idealista: es todo lo que será menos falsa, porque soy incorruptible. Cuando el rey Dario tentó a Pericles con los placeres de su país, el sabio político griego le dijo que sabía disfrutar del vino y la compañía de meretrices, pero el persa no podía disfrutar de los placeres de los griegos: la democracia, las letras, una vida ética. Ahora les respondo con esa sentencia misma: ustedes se podrán blanquear los dientes, pero no serán como yo, no pueden disfrutar de mis placeres. Aún tenemos claro cómo en nuestras casas ni siquiera nos tuvieron que advertir contra el robo, y la mentira porque desde siempre se supuso sin una sola palabra que eso era algo que hacía gente como ustedes. A mí no me tuvieron que explicar que el concierto para delinquir no era un arte, no me tuvieron que revelar que la cárcel no es un lugar bueno, porque tuve la fortuna de poder caminar de la mano de los que me amaron, porque supe esperar -no sin dificultad se aprende-, porque no me encendieron a fuego cuando pregunté el porqué de las cosas. Lo de ustedes es de la casa, y no se ha de creer que es de alta educación, es del hogar, de las pequeñas cosas: como cuando tuvo hambre y descubrió que su madre le echaba llave a la nevera, como cuando descubrió que su papá robaba y sin embargo era un tipo simpático, y lo admiró por ser un jodido. Yo me compadezco, porque nunca tuve que crecer pensando que el dinero era una meta moral y una parte de mi venganza cerrera y sucia contra el mundo, no tuve que guarecerme de desear y de lo que yo era, no crecí pensando que cuando yo tuviera cómo, iba a robar a todos y a sumir a todos y que todos se acordaran de mí, porque por mi parte, sólo quiero que me recuerden quienes me aman. Mi hija tendrá muchas más opciones que comulgar con el robo y aceptar a su padre o rebelarse para siempre; podrá ser lo que quiera porque para ello me he cultivado en ser lo que soy, en poder decir que acá estoy. Y para mí mismo, para poderme mirar al espejo todos los días, sin sentir que me soy ajeno, que tengo al mundo por la punta de una vara cagada, que ya no me sé desprender, que vivo de un elaborada programa de engaño en el cual estoy solo y no puedo cultivar la más mínima relación porque prevalecerá el ineludible ladrón.

Eso sí, debo pedir perdón por mi estupidez; la de creer que no podrían importar su suciedad de la periferia de este país al centro, que había una tradición lenta pero creciente de honestiad que poco a poco se perfilaba. Cuando le perdieron el miedo a Bogotá, llegaron ustedes con su podredumbre y muchos en esta ciudad de trópico frío que intento no odiar, se congraciaron con sus delitos creidos como un derecho. Seré estúpido, seré yunque porque en Colombia no se es más que yunque o martillo, pero lo prefiero mil veces a ser un...bueno, todos sabemos la palabra, y sobre todo, si se nos aplica.


lunes, 14 de marzo de 2011

Por sugerencia de Mario Mendoza, va este reto a la tolerancia...

El Dios Tamal

Todo comenzó en la ciudad e Rosario, Argentina, cuando dos adictos al fútbol, en pleno síndrome de abstención por carencia de perspectiva de partido, se llamaron el 30 de octubre de 1998 a desearse un ‘feliz año’. Era el cumpleaños de ‘El Diego’ y concordaron que los relojes del mundo debían ponerse a ‘cero’ en el momento que el Sol reconoció a su hijo predilecto: el atorrante Tamalito argentino Diego Armando Maradona, un dios sin cuello. Ahora, en el año 50 d.D. –‘después de Diego’; los maradonianos cuentan las centurias a partir de su nacimiento- tienen una Iglesia de más de cien mil miembros en cincuenta y seis países del mundo. No se crea ni por un instante que se trata de una broma inofensiva de la hinchada. Hace dos años la Iglesia había casado a más de cinco parejas, y bautizado a más de cuarenta niños, que ilegítimos serán por haber sido concebidos algunos por fuera de la bendición del dios Tamal.


Pero herejes somos los que no nos referimos a ‘El Diego’ por su nombre sagrado. Los creyentes acudieron al antiguo arte del Tetragramaton (de verdad lo hicieron) para nombrar a Diego sin herejía, un juego hasídico que combina cuatro letras con el fin de encontrar el nombre secreto de Dios. El atorrante fue rebautizado con el ilegible apelativo de D10S. Así, una ‘D’, el 10 de capitán y vaya uno a saber por qué, una ‘S’. Se puede pronunciar ‘DIOS’. Como cualquier deidad, el dios Tamal hace milagros. Milagro: violar una ley para producir un ‘prodigio’. Si ‘El Cristo’ violó las leyes naturales para multiplicar peces, ‘El Diego’ violó la más básica del fútbol para meter un gol en 1986 contra Inglaterra: lo hizo con la mano. Pero fue tan hábil, que lo realizó ante los ojos del mundo sin que nadie lo notara, como los verdaderos milagros afirma Hernán Amés, sacerdote fundador de la secta. Es el milagroso arte del criminal impune que solo un latinoamericano comprende del todo. Tiene sentido; al fin y al cabo la hostia y el vino se transforman ante todos sin y nadie en verdad lo vea… Bien, claro, si Michael Jordan nunca metió una canasta pateando el balón naranja, ha de ser por carecer de esencia divina, nunca por jugarla limpio. Hoy el rito para ser aceptado en la Iglesia de Diego es comulgar con el pecado milagroso y meter un gol simbólico con la mano ante la vista de todos.

Frente a una pelota de fútbol coronada por alambre de púas que le extrae una hilillo de sangre apócrifo a los pentágonos, similar a Wilson de Naufrago, arrodillados, llorando con lágrima tendida y verdadera frente al ‘Golario’, un collar de treinte y seis cuentas, una por cada gol célebre, los creyentes presencian los misterios. Diego está en todas partes, dice el fundador Héctor Capomar, tiene el don de la ubicuidad; está en la televisión, en la radio, siempre permanece en los afiches que de él tenemos, lo cual da cierta tranquilidad. Havelange le intentó cortar las piernas y Pelé fue su Judas, pero el dios Tamal, resucitó al tercer día de rumba, y volvió a ser un atorrante boludo.

A algunos no les basta estos fríos rituales convencionales. Dos serios comentaristas, el uruguayo Walter Hugo y Claudio Gilioni, tienen por costumbre peregrinar a las canchas en las que D10S ha metido goles célebres, en donde se ha visto al segundo besando el palo del arco, como si fuera el Manto de Turín y a Hugo comiendo pasto de la meta que fue profanada por el balón impulsado por los sagrados pies, tal como los ascetas del siglo XIII. ¿Por qué? Hay que ponerse en el lugar del que realmente cree, sin bromas y caer en cuenta que el dios Tamal es el camino, la verdad y la vida. Dichosos los que pueden seguir sus pasos y adorarlo sin desearle la muerte. ¡Qué extraordinariamente difícil es la tolerancia!

Roberto Palacio F.

domingo, 6 de marzo de 2011

Un obituario muy íntimo para mi madre Olguita en sus 16 años de ausencia

El verano de 1976, o de 1977


Aún hoy, dieciséis años después, a veces me pasa que tomo el teléfono e intento marcarte…me doy cuenta del absurdo cuando trato de recordar el número y me viene la mente que ya no vivimos en el apartamento de la calle ochenta desde hace casi los mismos dieciséis años. Me río, y luego vienen todos los recuerdos que me obligan a detener lo que estoy haciendo. Me apena mucho sentir que ya no puedo recordarte como eras antes de morir; te recuerdo mejor cuando yo tenía 8 años y aprendí a leer, recuerdo tus manos, me acuerdo como corrías, y nunca te olvidaré en la finca de Guasca, tu casa. Debo pensar en un contexto específico para evocarte. Estoy seguro que hubieras querido que te trajera a mi memoria en esos tiempos, cuando tenías apenas veintiséis años y debías pedirme que no le contara a mi papá cómo te miraban todos los hombres en la calle para no despertar sus celos. Lo manejabas con altura; te hacía feliz sentir que nunca fuiste envejeciendo en realidad, porque sucedió en un solo momento y todo a la vez, en el instante previo a la muerte. En cierta forma, siempre fuiste joven; de esa forma te recuerdo. La foto que tengo de ti en mi estudio te muestra en lo que fue el esplendor de tu vida, capturada por la luz del sol de un verano perdido, tal vez el de 1976 o el de 1977, cuando vivíamos muy lejos de este país que extrañaste todos los días oyendo los discos de Nino Bravo y de Roberto Carlos. No me toca hacer un esfuerzo para verte lavando la loza y llorando en silencio, y yo como impertinente niño que te preguntaba una y otra vez qué pasaba, porque no podía entender que uno extrañara algo tan grande y abstracto como un país…un país, que no era nada para mí. La muerte ha convertido tu vida en un monolito que se yergue en el tiempo, un instante anecdótico y calculado del cual nunca me he podido ir.

Ahora no solo lo comprendo, sino que siento que mi existencia la marcó tu vida y tu muerte en formas que me han tomado años comprender. No sé si estuvieras orgullosa de mí si me vieras. Sé que no te gustarían los muchos kilos que los años me han puesto: siempre te enorgulleciste de mi voluntad, que he ido perdiendo. Creo que lo supiste desde mucho antes de morir cuando a pesar de no compartir mi afinidad electiva, comprendiste que ese era yo, que todo me era increíblemente difícil, que estaba escoriado por lo que yo pensaba era la honestidad y lo único bueno y verdadero. Me dijiste en ese momento, cuando lo pudiste aceptar, mucho antes que mi padre, que tuviera cuidado de no estropear una vida a la cual le había metido tanto. Todos los días intento hacerlo y todos los días me pregunto si habré pasado esa barrera y la habré estropeado ya. Me he dedicado a escribir porque es lo único que me permite remendar la brecha y el tiempo y la ridícula nostalgia que si la dejara me obligaría a mirar en una sola dirección a la distancia. No me cabe duda de que sentirías un orgullo incondicional por mis hermanos; han heredado el arresto de los camicaces, y la terquedad de los hongos. Maria Claudia lo que se ha propuesto lo ha logrado, escalando cada peldaño del monte improbable. Es más tenaz y más férrea que cualquiera y no me cabe duda de que de ti lo aprendió. Me tranquiliza que no te tocaran todas las horas de vuelo de entrenamiento de Andrés, o cuando vuela bajo la lluvia inclemente. El niño risueño que aún logra ser amado por todos, sufre en silencio tu ausencia y aún no te puede mencionar. Ha sido por sí mismo lo que es y sé que te ha incorporado a su vida de formas que no mencionará: ha llegado más lejos de lo que yo hubiera podido jamás. En cuanto a Álvaro; como el que vive por un solo amor, nunca te ha dejado. Desesperado, ha recorrido mil rostros buscando tu presencia, pero nada llena ese vacío. El destino lo ha castigado con la ceguera, y él le ha respondido con la sabiduría. Dicen que el ciego ve para adentro y he ahí el secreto de su sapiencia. Te sorprendería ver la entereza con la que ha enfrentado sus tinieblas, algo que sólo una vida preparada para no deber le ha podido proporcionar.

Hubieras disfrutado tanto de mi hija de Gabriela… A veces cuando la miro, hay ese dejo de la forma de tu boca, hay algo en su pequeñez que no es infantil sino tuyo. Ya carga una cartera con maquillaje suficiente para cubrirle el rostro a la Estatua de la Libertad, como lo hacías tú, y es vanidosa, da cariño sin que se le pida y tiene un mundo propio lleno de temores y de propósitos como lo tenías tú. Cuando la miro, el tiempo se acorta y hace un poco más llevadera la terrible nostalgia y la rabia de vivir.

De resto, creo que no te has perdido nada en esta ruinosa tarea de estar vivo; los colores de las cosas siguen siendo opacos las tardes de domingo, aún las sopas, los aguaceros, los caramelos de colores insultantes que te encantaban huelen a lo que olían cuando estabas viva. Hoy cuando entré a la casa, mientras lleno de paquetes metía la llave en la cerradura se me hizo absurda, inútil, decolorida la existencia, y pensé en el descanso que implica ya no decidir, ya no comer, ya no estar con uno mismo. Pero esas son mis propias estupideces, porque tú amabas las pequeñas cosas, y nunca te quejaste. Lo que más lamentaste en tu enfermedad fue no poder hacer lo más sencillo: el mercado, la ropa de la lavandería, las visitas telefónicas con café durante esas apacibles mañanas en que te maquillabas despacio y hablabas pasito de sutilezas que yo no entendía. Era tu felicidad, tu placer, el solo estar con nosotros, los días que uno tras otro son la vida. Cómo lamento que me tardara tanto en entender el transcurrir de tu tiempo, en disfrutarlo contigo. Cuando di ese paso, ya estabas muy cerca a la enfermedad y sólo nos pudimos conocer brevemente en esa complicidad, en la verdadera amistad que siempre supiste que de mi llegaría. Ahora, tantos años después añoro eso como los días del verano de 1976, o de 1977.

Roberto Palacio F.