El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

sábado, 26 de marzo de 2011

En realidad no hacía falta añadir ciudades a las de Italo Calvino en sus Ciudades Invisible, pero fue un placer describir algunas de las mías...

Las Ciudades que le faltaron a Calvino


Dakala Sud, callejón de los músicos

En Dakala Sud, nombre apropiado por sus eufónicas referencias y por su sonoridad percutiva, siempre las banderas ondean hacia el horizonte y en los atardeceres pareciera por su longitud que persiguen al Sol en su declive. Cada bandera señala el lugar de un grupo de músicos, a veces de un solitario gendarme que se defiende con una guitarra o con un violín, nunca vocalistas porque la gente que frecuenta Dakala Sud solo ama la música de los instrumentos y considera la de las palabras otro arte que no osan confundir. Tampoco es su costumbre sentarse a observar a los músicos; muchos de ellos están ocultos de tal manera que las melodías de mares lejanos, de tierras desconocidas como las especias y el azafrán son dejadas libres para que los aires frescos de la noche las traigan y las lleven como el caprichoso ondear de los lienzos y de las llamas que saludan el cielo oscuro y desnudo. En Dakala Sud, piensa la gente, el extraño e incómodo momento en el que la gente se acerca a un músico rompe la magia poética de las frases musicales, y lo expone a la vergüenza. Quien frecuente la plaza nunca ve a los intérpretes; sabe que su viaje pasa por las luminarias del inconsciente, por la garita de los recuerdos. Sus habitantes gustan más bien de asociar la música con los olores, los únicos dos sentidos humanos, dicen, que exponen a quien los experimenta a una sensación inmediata, traída de otras épocas aunque diferente a ellas en esencia y en poderío. En Dakala Sud se dice también que la música no es del todo humana porque dice cosas pero no con palabras.



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La Caprit Diccar de lapislázuli

¿Qué cuánto llevo acá? En realidad toda mi vida, mirando al horizonte a Caprit Diccar, la ciudad del resplandor de lapislázuli. Es una extrañeza científica que no entienden sus habitantes, en ella nada es realmente azul, pero cuando se mira a la distancia, especialmente en los días de las tormentas de aíre, parece brillar como el cielo. Hace mucho los científicos vinieron a Caprit Diccar y montaron por la plaza y por las garitas sus complejos aparatos de medición sensibles a la altura y a la cercanía. Se fueron sin decir una sola palabra y no han regresado desde entonces. La gente de Caprit Diccar ignora si han resulto el misterio del azul de su ciudad. Tal vez los colores de la ciudad a la distancia absorben todos los reflejos probables menos los del azul, y en la cercanía absorben solo el azul, el color más común en la tierra. Dicen que los colores son etiquetas en los ojos del que observa. No saben, pero como yo, otros vienen siempre a las colinas en los atardeceres del solsticio y del equinoxio a observar el azul que, según dicen, es saludable para sus ojos y que extrañan con pasión.



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La elusiva Lunfardi di Ori

Nunca he hablado con alguien que haya visto en realidad a la Lunfardi di Ori, como la llaman los libros. Algunos viajeros en noches especialmente claras traen noticias vociferantes y alarmadas de la lejanía de sus luces, de la forma en que parecen titilar, amarillas como el iodo, trémulas en el aire y la distancia. Cuando quieren acercarse, pareciera que la ciudad se aleja, hasta que caminando en dirección a ella eventualmente desaparece. En la época de mi bisabuelo se contaban historias de hombres que habían llegado a ella evitándola, rodeándola en los mapas, pero ningún método único e infalible había para encontrarla aún así. Sólo sus luces rumoran de su vida, de sus movimientos que se perciben a la distancia, de sus gentes de los que se dice que aún llevan pesado calzado de madera y también odian ser descubiertos por expedicionarios, aunque reciben con legítima preocupación a los accidentados. Tal vez la Lunfardi di Ori sea una ciudad cuyos habitantes aprendieron a mover constantemente, quizá hay un loco juego de luces y de distancias y de triángulos en el cielo para que la veamos empequeñecer con la cercanía. Ya otros han perdido sus naves en el mar o sus aviones por gigantescas resplandecencias que se ven claras a través del agua en lugares en las que no tendría que haber siquiera una vegetación errabunda. En tierra, sin embargo, no sabíamos de ciudades que se movían al capricho de su elusión.



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Berqueñón

Le hermosa Berqueñón no es más que musgo y árboles antiguos y extraños parajes abiertos que toman al viajero por sorpresa. Su encanto es su imprevisibilidad; se la camina sin saber su forma, por días. Es creativo el habitante o el visitante que descubre nuevos caminos y los comunica a los demás; los caminos que no han sido recorridos antes son la medida misma del ingenio del hombre en Berqueñón. Quien la recorre tarda un tiempo en comprender que está en una ciudad y no en un bosque antiguo. O considéreselo de esta manera: la ciudad es el viejo bosque fabricado con paciencia por los años y por generaciones de habitantes. Tienen estos una extraña manera de aparecer entre las hojas y el follaje cuando alguien quiere contar una nueva historia sobre un claro del bosque, cuando ha logrado salvar una enmarañada res de lianas que llevan a algún lugar. Pero si se buscan, siempre se los ha de encontrar en los parajes más lejanos, en los recodos del campo entregados al duro trabajo, con la bikkara al hombro, resguardados del viento que les parte la piel como un horno inclemente y constante.



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Las Mujeres de Dassa

En Dassa el mayor placer que puede experimentar el habitante es salir temprano de la ciudad, cuando las hojas aún están duras y casi quebradizas por el frío, cuando no ha despertado el bullicio de luces grises y barro de los mercados de pescado, y mientras la amante permanece en el lecho aún con el sabor del amor del viajero en los labios. Las mujeres de Dassa son hermosas; su espeso pelo negro les cubre parte de la espalda como una manta, y toca delicadamente sus senos cuando están desnudas. Tienen una forma de caminar que parece haber moldeado las estrechas calles de la ciudad misma, que llevan un ir y venir enmarañado pero nunca desesperante. En Dassa nunca siente el viajero haber estado dos veces en el mismo lugar, y todo parece tener el mismo importe, la misma calidad. Todas sus plazas arremedan estar perdidas y poco frecuentadas, lo cual hace pensar al paseante que esa plaza es su plaza, que él la ha conquistado y descubierto y que sólo él como visitante llega allí. Los habitantes de Dassa, saben que no es así y se ríen en silencio. Se dice que ningún viajero ha amado dos veces a la misma mujer en Dassa.



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Furi, el metal y las máquinas

El que se va acercando a Furi no lo puede evitar: se preguntará una y otra vez si el ruido de las máquinas distantes no es exagerado para estar tan lejos. Chirridos metálicos, a veces crujientes y rompedizos inundan como una advertencia las lomas de barro descendente que llevan hasta la ciudad minera de Furi. El viajero llegará a ella como en una pesadilla, descendiendo un paso decidido a la vez. Dicen que de su corazón nacen piedras que brillan como los errantes del cielo, y sus montañas lodosas son del oro más puro, pero en Furi todo es del mismo color ocre y pálido, incluso los rostros de sus habitantes, los recios mineros que la conquistaron a costa de sus vidas hace más generaciones de las que pueden contar. Sus comidas son como el impenetrable barro que pisan y en el que viven. Mineros de manos como la piedra se sientan frente a ollas humeantes bajo la lluvia inclemente y en silencio sorben los espesos potajes que los mantienen con vida para descender una vez más. En Furi nada se terminó excepto las minas; las paredes aguardan, las casas en donde en las noches de silencio de las máquinas criaturas enfermas lloran el dolor de la niñez, escalan hacia el cielo apenas un piso y medio, siempre proyectadas, como si hubiera existido para todos una época de sueños y esperanzas que nunca se cumplió. Furi aún no ha soltado ni sus rubíes más traslúcidos, un sus lingotes incargables, ni sus más delicadas esmeraldas que nunca se dejaron tocar por el nitrógeno. Pero el ruido de las máquinas no aguarda ni un solo día.



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El puerto de Atrachón

Atrachón es un enorme puerto, nada más que eso, un solo puerto garrafal y desolado. Siempre da la impresión de estar regido por el amanecer o por el alba y sus habitantes parecieran parte necesaria pero prescindible de un cuadro que se va pintando. En Atrachón el viajero sentirá una inconmensurable soledad; cada atracadero se yergue sobre el mar, a veces por kilómetros. Algunos dan la impresión de no haber sido tocados nunca por barco alguno y es inevitable que tarde o temprano el paseante se pregunte si las plataformas de Atrachón fueron construidos por hombres o por dioses que no sabían el tamaño ni el propósito de su obra. En cada uno de sus rincones se siente ese letargo pesado que golpea en las entrañas al irrumpir en un sitio gigantesco y solitario. Atrachón sería un paraje perfecto para los encuentros furtivos del amor, pero por su constitución, casi nunca dos habitantes o un viajero y un habitante se cruzan.



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Las aguas y las ruinas de Ishtahar la Vieja

Hay en Ishtahar la Vieja un delicado retroceso de las aguas que sus habitantes llaman el Tashani. No es de explicar, pero toda el agua que se deja fluir de un recipiente, de una bañera o de un lago forma delicados vericuetos y canales que apuntan al sitio en la que fue liberada, como si no quisiera abandonar la ciudad y fuera propia de ese lugar. Hay en su centro siete cúpulas redondas coronadas por una rosa de las aguas, como la llaman sus habitantes; nosotros la llamamos la de los vientos. Creen estos que la dirección del agua señala sitios claves de la geografía y que liberar cuerpos de agua, incluso en el mar, puede apuntar hacia un destino. En Ishtahar la Vieja, la de los misterios, las ruinas son cuidadosas y metódicas. Algunos dicen que es un efecto del extraño comportamiento del agua, pero lo que se derrumba por efecto del tiempo cae en patrones perfectos, matemáticos. Hace miles de años los habitantes de Ishtahar sabían por experiencia dónde se comenzaría a derruir una vieja casa, y tomaban medidas con anticipación, pero no lo habían cuantificado. Descubrieron después que correspondía a series matemáticas en las que el siguiente número se formaba por la adición de los dos anteriores que lo precedían en la serie: 0,1,1,2,3,5,8,13….De un muro, caería el primer ladrillo, y si este se reemplazaba, caería también, antes del segundo; luego el tercero, el quinto y así.

Roberto Palacio

lunes, 21 de marzo de 2011

Un panfleto, lo sé...pero simplemente ya no aguanto más el silencio con estos personajes

USTEDES


A ustedes parece habérseles olvidado que acá estamos. Tal vez ya piensan que en este país no existimos, que nos hemos ido, que aprovechamos alguna de las grandes diásporas para dejarles todo. Pero acá hemos estado todo el tiempo, en silencio. Mientras ustedes maquinaban por conseguir esa tajada que los iba a sacar de la pobreza, nosotros leíamos a Dante, mientras pensaban si blanquearse los dientes, corregirse el apellido, o se concentraban en ver qué restaurante de moda les podía satisfacer el apetito aunque no sabían ni siquiera asir un tenedor con tres dedos, nos preocupábamos por el porvenir, por ser mejores, por mantener una llama viva. Ustedes se ufanan de su carácter práctico, al menos los que saben que se consideran hombres prácticos y yo les recuerdo que también este es un ideal porque acaso, ¿dónde está ese pragmata? En nombre de algo que no comprendían planearon una vida de deshonestidad, sumida en la incapacidad de desilusión por esa misma estupidez; ¡dos infortunios hacen una bienaventuranza! Y sin embargo, todos estos años hemos guardado silencio, no porque no importe, no porque sea una estratagema romántica de hippie que todo lo tolera, sino porque hay cosas que es mejor dejar sin intervención, porque hemos creído en el carácter sagrado de lo que es de todos. Y callar cuando se quiere reventar, cuando se está lleno de ideas, es el acto de un valiente.

Fuimos testigos mudos de cómo comenzaron a subirse en la mentira, la vimos crecer como una burbuja atómica, intoxicante, los vimos montar en ella, y cabalgarla y ahora los vemos decir que no la conocen: ‘Yo no conozco a ese señor, yo nunca me reuní con él en el departamento del Cesar o del Magdalena o de la Guajira, o en la Finca Vista Hermosa; no financió mi campaña, sólo me compró boletas para una rifa, no es mi amigo así aparezca en fotos con él’. Pronto los veremos conmovidos hasta las lágrimas, clamando derechos honoríficos. Perdón, ya los hemos visto, reputados y rancios ladrones de la Costa Atlántica de Colombia demandando a los que se atreven a pensar porque los llaman por su nombre: corruptos. Corruptores. Yo me declaro vencedor, porque yo sí puedo afirmar que conozco gente, ninguno con números en su nombre de pila, no con alias, sino con apodos que les ha puesto el cariño. Cuando tengo la fortuna de poder ir a una finca, no lo hago para vender el futuro de mis hijos. No voy a negociar galones de sangre, ni vidas. No lo hago para esas…cómo decirlo…asquerosidades. Cuando me reúno con alguien no tengo agenda y no me siento compelido a hacerlo en escenarios ambulantes, y quien me chuce el teléfono se expone a morirse del tedio. Y nada de esto que hago lo tengo que negar.

Tal vez se diga que habrá que dejarse de falsas morales -dos años en la cárcel y a vivir como un rey- a lo cual respondo que la mía es propia, incongruente, compleja, elaborada, realista o idealista: es todo lo que será menos falsa, porque soy incorruptible. Cuando el rey Dario tentó a Pericles con los placeres de su país, el sabio político griego le dijo que sabía disfrutar del vino y la compañía de meretrices, pero el persa no podía disfrutar de los placeres de los griegos: la democracia, las letras, una vida ética. Ahora les respondo con esa sentencia misma: ustedes se podrán blanquear los dientes, pero no serán como yo, no pueden disfrutar de mis placeres. Aún tenemos claro cómo en nuestras casas ni siquiera nos tuvieron que advertir contra el robo, y la mentira porque desde siempre se supuso sin una sola palabra que eso era algo que hacía gente como ustedes. A mí no me tuvieron que explicar que el concierto para delinquir no era un arte, no me tuvieron que revelar que la cárcel no es un lugar bueno, porque tuve la fortuna de poder caminar de la mano de los que me amaron, porque supe esperar -no sin dificultad se aprende-, porque no me encendieron a fuego cuando pregunté el porqué de las cosas. Lo de ustedes es de la casa, y no se ha de creer que es de alta educación, es del hogar, de las pequeñas cosas: como cuando tuvo hambre y descubrió que su madre le echaba llave a la nevera, como cuando descubrió que su papá robaba y sin embargo era un tipo simpático, y lo admiró por ser un jodido. Yo me compadezco, porque nunca tuve que crecer pensando que el dinero era una meta moral y una parte de mi venganza cerrera y sucia contra el mundo, no tuve que guarecerme de desear y de lo que yo era, no crecí pensando que cuando yo tuviera cómo, iba a robar a todos y a sumir a todos y que todos se acordaran de mí, porque por mi parte, sólo quiero que me recuerden quienes me aman. Mi hija tendrá muchas más opciones que comulgar con el robo y aceptar a su padre o rebelarse para siempre; podrá ser lo que quiera porque para ello me he cultivado en ser lo que soy, en poder decir que acá estoy. Y para mí mismo, para poderme mirar al espejo todos los días, sin sentir que me soy ajeno, que tengo al mundo por la punta de una vara cagada, que ya no me sé desprender, que vivo de un elaborada programa de engaño en el cual estoy solo y no puedo cultivar la más mínima relación porque prevalecerá el ineludible ladrón.

Eso sí, debo pedir perdón por mi estupidez; la de creer que no podrían importar su suciedad de la periferia de este país al centro, que había una tradición lenta pero creciente de honestiad que poco a poco se perfilaba. Cuando le perdieron el miedo a Bogotá, llegaron ustedes con su podredumbre y muchos en esta ciudad de trópico frío que intento no odiar, se congraciaron con sus delitos creidos como un derecho. Seré estúpido, seré yunque porque en Colombia no se es más que yunque o martillo, pero lo prefiero mil veces a ser un...bueno, todos sabemos la palabra, y sobre todo, si se nos aplica.


lunes, 14 de marzo de 2011

Por sugerencia de Mario Mendoza, va este reto a la tolerancia...

El Dios Tamal

Todo comenzó en la ciudad e Rosario, Argentina, cuando dos adictos al fútbol, en pleno síndrome de abstención por carencia de perspectiva de partido, se llamaron el 30 de octubre de 1998 a desearse un ‘feliz año’. Era el cumpleaños de ‘El Diego’ y concordaron que los relojes del mundo debían ponerse a ‘cero’ en el momento que el Sol reconoció a su hijo predilecto: el atorrante Tamalito argentino Diego Armando Maradona, un dios sin cuello. Ahora, en el año 50 d.D. –‘después de Diego’; los maradonianos cuentan las centurias a partir de su nacimiento- tienen una Iglesia de más de cien mil miembros en cincuenta y seis países del mundo. No se crea ni por un instante que se trata de una broma inofensiva de la hinchada. Hace dos años la Iglesia había casado a más de cinco parejas, y bautizado a más de cuarenta niños, que ilegítimos serán por haber sido concebidos algunos por fuera de la bendición del dios Tamal.


Pero herejes somos los que no nos referimos a ‘El Diego’ por su nombre sagrado. Los creyentes acudieron al antiguo arte del Tetragramaton (de verdad lo hicieron) para nombrar a Diego sin herejía, un juego hasídico que combina cuatro letras con el fin de encontrar el nombre secreto de Dios. El atorrante fue rebautizado con el ilegible apelativo de D10S. Así, una ‘D’, el 10 de capitán y vaya uno a saber por qué, una ‘S’. Se puede pronunciar ‘DIOS’. Como cualquier deidad, el dios Tamal hace milagros. Milagro: violar una ley para producir un ‘prodigio’. Si ‘El Cristo’ violó las leyes naturales para multiplicar peces, ‘El Diego’ violó la más básica del fútbol para meter un gol en 1986 contra Inglaterra: lo hizo con la mano. Pero fue tan hábil, que lo realizó ante los ojos del mundo sin que nadie lo notara, como los verdaderos milagros afirma Hernán Amés, sacerdote fundador de la secta. Es el milagroso arte del criminal impune que solo un latinoamericano comprende del todo. Tiene sentido; al fin y al cabo la hostia y el vino se transforman ante todos sin y nadie en verdad lo vea… Bien, claro, si Michael Jordan nunca metió una canasta pateando el balón naranja, ha de ser por carecer de esencia divina, nunca por jugarla limpio. Hoy el rito para ser aceptado en la Iglesia de Diego es comulgar con el pecado milagroso y meter un gol simbólico con la mano ante la vista de todos.

Frente a una pelota de fútbol coronada por alambre de púas que le extrae una hilillo de sangre apócrifo a los pentágonos, similar a Wilson de Naufrago, arrodillados, llorando con lágrima tendida y verdadera frente al ‘Golario’, un collar de treinte y seis cuentas, una por cada gol célebre, los creyentes presencian los misterios. Diego está en todas partes, dice el fundador Héctor Capomar, tiene el don de la ubicuidad; está en la televisión, en la radio, siempre permanece en los afiches que de él tenemos, lo cual da cierta tranquilidad. Havelange le intentó cortar las piernas y Pelé fue su Judas, pero el dios Tamal, resucitó al tercer día de rumba, y volvió a ser un atorrante boludo.

A algunos no les basta estos fríos rituales convencionales. Dos serios comentaristas, el uruguayo Walter Hugo y Claudio Gilioni, tienen por costumbre peregrinar a las canchas en las que D10S ha metido goles célebres, en donde se ha visto al segundo besando el palo del arco, como si fuera el Manto de Turín y a Hugo comiendo pasto de la meta que fue profanada por el balón impulsado por los sagrados pies, tal como los ascetas del siglo XIII. ¿Por qué? Hay que ponerse en el lugar del que realmente cree, sin bromas y caer en cuenta que el dios Tamal es el camino, la verdad y la vida. Dichosos los que pueden seguir sus pasos y adorarlo sin desearle la muerte. ¡Qué extraordinariamente difícil es la tolerancia!

Roberto Palacio F.

domingo, 6 de marzo de 2011

Un obituario muy íntimo para mi madre Olguita en sus 16 años de ausencia

El verano de 1976, o de 1977


Aún hoy, dieciséis años después, a veces me pasa que tomo el teléfono e intento marcarte…me doy cuenta del absurdo cuando trato de recordar el número y me viene la mente que ya no vivimos en el apartamento de la calle ochenta desde hace casi los mismos dieciséis años. Me río, y luego vienen todos los recuerdos que me obligan a detener lo que estoy haciendo. Me apena mucho sentir que ya no puedo recordarte como eras antes de morir; te recuerdo mejor cuando yo tenía 8 años y aprendí a leer, recuerdo tus manos, me acuerdo como corrías, y nunca te olvidaré en la finca de Guasca, tu casa. Debo pensar en un contexto específico para evocarte. Estoy seguro que hubieras querido que te trajera a mi memoria en esos tiempos, cuando tenías apenas veintiséis años y debías pedirme que no le contara a mi papá cómo te miraban todos los hombres en la calle para no despertar sus celos. Lo manejabas con altura; te hacía feliz sentir que nunca fuiste envejeciendo en realidad, porque sucedió en un solo momento y todo a la vez, en el instante previo a la muerte. En cierta forma, siempre fuiste joven; de esa forma te recuerdo. La foto que tengo de ti en mi estudio te muestra en lo que fue el esplendor de tu vida, capturada por la luz del sol de un verano perdido, tal vez el de 1976 o el de 1977, cuando vivíamos muy lejos de este país que extrañaste todos los días oyendo los discos de Nino Bravo y de Roberto Carlos. No me toca hacer un esfuerzo para verte lavando la loza y llorando en silencio, y yo como impertinente niño que te preguntaba una y otra vez qué pasaba, porque no podía entender que uno extrañara algo tan grande y abstracto como un país…un país, que no era nada para mí. La muerte ha convertido tu vida en un monolito que se yergue en el tiempo, un instante anecdótico y calculado del cual nunca me he podido ir.

Ahora no solo lo comprendo, sino que siento que mi existencia la marcó tu vida y tu muerte en formas que me han tomado años comprender. No sé si estuvieras orgullosa de mí si me vieras. Sé que no te gustarían los muchos kilos que los años me han puesto: siempre te enorgulleciste de mi voluntad, que he ido perdiendo. Creo que lo supiste desde mucho antes de morir cuando a pesar de no compartir mi afinidad electiva, comprendiste que ese era yo, que todo me era increíblemente difícil, que estaba escoriado por lo que yo pensaba era la honestidad y lo único bueno y verdadero. Me dijiste en ese momento, cuando lo pudiste aceptar, mucho antes que mi padre, que tuviera cuidado de no estropear una vida a la cual le había metido tanto. Todos los días intento hacerlo y todos los días me pregunto si habré pasado esa barrera y la habré estropeado ya. Me he dedicado a escribir porque es lo único que me permite remendar la brecha y el tiempo y la ridícula nostalgia que si la dejara me obligaría a mirar en una sola dirección a la distancia. No me cabe duda de que sentirías un orgullo incondicional por mis hermanos; han heredado el arresto de los camicaces, y la terquedad de los hongos. Maria Claudia lo que se ha propuesto lo ha logrado, escalando cada peldaño del monte improbable. Es más tenaz y más férrea que cualquiera y no me cabe duda de que de ti lo aprendió. Me tranquiliza que no te tocaran todas las horas de vuelo de entrenamiento de Andrés, o cuando vuela bajo la lluvia inclemente. El niño risueño que aún logra ser amado por todos, sufre en silencio tu ausencia y aún no te puede mencionar. Ha sido por sí mismo lo que es y sé que te ha incorporado a su vida de formas que no mencionará: ha llegado más lejos de lo que yo hubiera podido jamás. En cuanto a Álvaro; como el que vive por un solo amor, nunca te ha dejado. Desesperado, ha recorrido mil rostros buscando tu presencia, pero nada llena ese vacío. El destino lo ha castigado con la ceguera, y él le ha respondido con la sabiduría. Dicen que el ciego ve para adentro y he ahí el secreto de su sapiencia. Te sorprendería ver la entereza con la que ha enfrentado sus tinieblas, algo que sólo una vida preparada para no deber le ha podido proporcionar.

Hubieras disfrutado tanto de mi hija de Gabriela… A veces cuando la miro, hay ese dejo de la forma de tu boca, hay algo en su pequeñez que no es infantil sino tuyo. Ya carga una cartera con maquillaje suficiente para cubrirle el rostro a la Estatua de la Libertad, como lo hacías tú, y es vanidosa, da cariño sin que se le pida y tiene un mundo propio lleno de temores y de propósitos como lo tenías tú. Cuando la miro, el tiempo se acorta y hace un poco más llevadera la terrible nostalgia y la rabia de vivir.

De resto, creo que no te has perdido nada en esta ruinosa tarea de estar vivo; los colores de las cosas siguen siendo opacos las tardes de domingo, aún las sopas, los aguaceros, los caramelos de colores insultantes que te encantaban huelen a lo que olían cuando estabas viva. Hoy cuando entré a la casa, mientras lleno de paquetes metía la llave en la cerradura se me hizo absurda, inútil, decolorida la existencia, y pensé en el descanso que implica ya no decidir, ya no comer, ya no estar con uno mismo. Pero esas son mis propias estupideces, porque tú amabas las pequeñas cosas, y nunca te quejaste. Lo que más lamentaste en tu enfermedad fue no poder hacer lo más sencillo: el mercado, la ropa de la lavandería, las visitas telefónicas con café durante esas apacibles mañanas en que te maquillabas despacio y hablabas pasito de sutilezas que yo no entendía. Era tu felicidad, tu placer, el solo estar con nosotros, los días que uno tras otro son la vida. Cómo lamento que me tardara tanto en entender el transcurrir de tu tiempo, en disfrutarlo contigo. Cuando di ese paso, ya estabas muy cerca a la enfermedad y sólo nos pudimos conocer brevemente en esa complicidad, en la verdadera amistad que siempre supiste que de mi llegaría. Ahora, tantos años después añoro eso como los días del verano de 1976, o de 1977.

Roberto Palacio F.

domingo, 27 de febrero de 2011

Algunas piezas sueltas sobre el complejo fenómeno de la estupidez...

Si la estupidez doliera

Hay un gesto que sé hacer, pero que nunca he podido describir. Yo lo llamo ‘la sonrisa del subdesarrollo’. Tiene la misa relación con la estupidez que el agua estancada con el zancudo anofeles: es su más molesto efecto. Puedo, eso sí, contar cuándo se aprecia en todo su esplendor: llevamos quince horas en un derrumbe. Las máquinas finalmente abren un camino tortuoso y precario para el paso de un solo carro a la vez. Un avispado en un Reanault 18 que sirve más para transportar herpos que humanos se cuela en una fila que todos han venido observando como las cuentas en un rosario. Esa sonrisa con la que pasan los niños y la señora de ese Renault 18, esa mueca lateral, el guiño inane, el rictus de confusión y triunfalismo, eso es la sonrisa del subdesarrollo. Se usa para celebrar tener el mejor puesto, pero en doña Juana; para salir de primeras a ganarse un mostrario de tapetes, al colarse para una muestra gratis de medicina anticonvulsiva.


Vamos en un carro sin control a doscientos kilómetros por hora y discutimos sobre la silla asignada. Si empieza a estrellarse, se desarrollan extraordinarias tecnologías para amortiguar los impactos, pero nunca nunca se bajará la velocidad. En enero del 2011 el mundo conoció la noticia de los jóvenes ingleses que beben vodka por los ojos a pico de botella dejando que el alcohol se cuele por el lagrimal y el tejido, lo cual no solo no hace llegar prácticamente ningún líquido a la garganta, sino que destruye la córnea causando ceguera. Si se quiere quedar ciego a causa de la bebida, hubiera bastado comprar alcohol adulterado en navidad. Hace unos días a un amigo le exigieron que se afiliara a un sistema de salud que implicaba llenar un formulario complejo. Preguntaba entre otras cosas si usaba oxígeno, a lo cual respondió que lo hacía desde el nacimiento. Se había vuelto adicto a ese 20,946% que viene mezclado con el nitrógeno. Preguntaba: ¿Ha tenido Sida? Permítanme de nuevo ese tiempo verbal: ¿Ha tenido? Pero ahora me siento de maravilla. Le negaron la afiliación. En 1943 The New Yorker registró el caso de un hombre que se suicidó a la mitad de un formulario para una compañía médica. En letra trémula abandona las preguntas y anota... me estoy enloqueciendo, justo antes de pegarse un tiro.

Abro un periódico y leo esto:

Agencia Reuters

jueves 20 de enero de 2011 09:49 CET

MIAMI (Reuters) - Unos ladrones inhalaron los restos cremados de un hombre y dos perros creyendo erróneamente que habían robado drogas ilegales. [...]

Las cenizas fueron robadas el 15 de diciembre de la casa de una mujer en la localidad de Silver Springs Shores, en el centro de Florida. Los ladrones se llevaron una urna con los restos de su padre y otro contenedor con las cenizas de sus dos perros raza Gran Danés...

[...] Los sospechosos confundieron las cenizas con cocaína o heroína. Pronto descubrimos que los sospechosos inhalaron parte de las cenizas creyendo que estaban inhalando cocaína", dice el informe del sheriff

Cuando se dieron cuenta de su error, los sospechosos se plantearon devolver las restantes, pero decidieron lanzarlas a un lago

[…] Buzos de la policía estaban intentando recuperar las cenizas.

Y vaya uno a saber si las estaban buscando porque pensaron: Caramba, ¡se podían inhalar!

En Manizales hace poco, un pastor que fundó una iglesia en su garaje con nombre de musical infantil ‘Nisi’, convenció a sus feligreses que necesitaba una avioneta para estar más cerca de Dios y oh sorpresa, como en los musicales de los niños, cerró los ojos y taconeó -deseando no tanto estar en Kansas como en una Cessna-, hasta que la obtuvo. El mundo está lleno de magia. Me imagino que cuando quiera estar más cerca del diablo les pedirá un pozo petrolero. El 12 de abril del 2001 una turba enfurecida mató a un grupo de misionaros evangélicos de la Hermandad de la Cruz que hacían una cruzada internacional predicando de puerta en puerta en las ciudades más pobres de Nigeria cuando un hombre al mirarse en los pantalones no se vio el pene y gritó que los extranjeros se lo habían robado. La histeria colectiva se esparció como fuego en las praderas al punto que varones de todo el territorio empezaron a llamar a la policía reportando que no encontraban su ‘mojo’. Ya Marraneo se lo había hecho a Austin Powers. Pero los africanos ya no sostienen estas absurdas creencias: The Economist publicó hace poco un artículo en el que parece que el culpable era un gato fantasma que ahora ronda por Kenya y que ataca a los hombres en sus sueños, privándolos de los órganos del placer. Es duro admitir que la borrachera con la moza fue tan severa que uno no se dio cuenta de que la silueta que se divisaba en la puerta de la casa era la de la esposa con un cuchillo de matarife en la mano.

Pero bueno, traguémonos ese sapo: hay gente que ha vivido sin oxigeno y las compañías de salud los prefieren, un avioncito nos permite hacerle cosquillas a los pies de Dios, los misioneros evangélicos se van al África a conseguir un miembro grande de verdad. Lo grave es que la estupidez se funde con el mal, y gravita hacia él. Platón advertía en La República, ese libro que nadie se terminó en filosofía del colegio, que la maldad es en el fondo estupidez, y para sorpresa de todos, la estupidez en el fondo es maldad. En Barrancabermeja un grupo de piratas terrestres amenazó en el 2010 a transportadores diciendo que los iban a extorsionar si no les daban dinero:

-Bien mi amigo, si no me das ese dinero te extorsiono.

-No, no, llévenselo todo, pero no nos extorsionen, noooooo

Tal vez debamos tirar unos ejemplares de Extorsión para Dummies. Uno de los mayores problemas de los desalojos en las zonas de alto riesgo de derrumbe es que cuando logran sacar a la gente, llega otra, arrendatarios de los anteriores: que se maten ellos...

He estudiado con curiosidad cómo la estupidez ha llegado a las clases sociales en ascenso donde se ha convertido en un problema de salud pública que ya no afecta solo a los más desprotegidos. La ex-presentadora Adriana Arango vivía con un tipo que se llama simplemente Javier Coy. Coy: simple, tres letras. No les iba mal –la Federación de Cafeteros les había otorgado una licencia de exportación de Café-; pero un día Coy llega a casa con una idea genialmente avispada: pedir plata a todos los amigos y no devolverla. Así, sin más. Tal vez esbozó la sonrisa del subdesarrollo cuando la concibió. Pero la estupidez es más difícil de disimular que el enanismo. Cinco años, trescientos estafados, trece embargos, y dieciocho denuncias penales más tarde estos dos habitantes de un conjunto cerrado en cedritos, intentan habitar una celdita cerrada en una prisión. Abogo porque dejemos la estafa en manos de profesionales, no de la clase media ascendente. No defiendo el delito, pero con todo mi ser deploro la estupidez criminal. Pedir y no devolver no es un plan, a menos que involucre Suiza. Lo patético es que debe haber sido largamente premeditado. No pido una estratagema al estilo de películas como ‘Robo al Tren del Dinero’ con Sean Connery y George Clooney, en donde la sustracción se planea durante meses entre un tipo al que no le queda grande ninguna caja fuerte, un estafador profesional de Mónaco y un ex policía irlandés. Pido una trama mínima para que el hombre decente pueda coger un periódico en la mañana y maravillarse de la pugnacidad del acto ilegal. Y que nos ahorremos la sonrisa del subdesarrollo.

Roberto Palacio F.

lunes, 21 de febrero de 2011

Un extracto de mi próximo libro 'La Biblia Fotocopiada', a salir en diciembre de este año con Santillana

John Frum; Dios por accidente
'Creo porque es absurdo'
Tertuliano


Un enorme Airbus 330 rasga los cielos de la orgullosa República Independiente de Vanuatu en el Pacífico sur, justo al lado de Papua y Nueva Guinea, si acaso esto fuera una referencia para alguien. La estela blanca que deja de lado a lado en el horizonte como espuma en el aire no pasa desapercibida para los habitantes de Tana, la isla más grande. Apenas la ven, varios hombres corren sobre una pista de aterrizaje de unos cincuenta metros sobre la cima de un monte; unos entran a una torre y encienden fuego para que el avión se percate de que es el lugar correcto, otros se instalan unos audífonos de coco conectados por lianas a una caja de madera inerte y gritan por un micrófono de yuca. Toda la gente se ha sentado a lado y lado de la pista, teniendo cuidado de no meter los pies en el camino para que el avión no los pise, esperanzados, con el corazón en punta. Miran hacia arriba. En la cabecera han instalado un avión de Bambú, un pequeño Cessna que no vuela, para que todo sea adecuado; para ser vistos, tal vez simplemente porque a los aviones les gusta estar donde están otros aviones. Esta no se la quieren perder por nada. Sería como perderse el juicio final, porque para la gente de Tana, que hasta la década de los setenta vivieron como en el neolítico, si llega a aterrizar ese avión sabrán que es el comienzo del fin. Pero una vez más, no pasa nada y habrá que seguir cocinando, dando de comer a los animales, limpiándole los mocos a los pequeños, esperando el regreso del mesías John Frum que viene piloteando ese avión justo desde las puertas del paraíso. Están un poco desilusionados, pero no han perdido la fe, de ninguna manera. Se tiene en la punta de la lengua: Gilligan’s Island, pero el esfuerzo de recordarlo no valió de nada. Esto es real, y sin Ginger, ni Profesor ni Skipper.

Quién sabe quién haya sido John Frum. Los ‘tanianos’ lo describen como un tipejo pequeño, de voz chillona, pelo blanqueado –no blanco- con una chaqueta azul de botones brillantes. Entre ellos, algunos escépticos dudan que haya existido, aunque pocos niega su devoción por John. Al menos se lo tatúan en el pecho con buena ortografía: ‘John’ y no ‘Jhon’. Los jefes se visten como él, con los botoncitos brillantes y toda la parafernalia. Al parecer John Frum es lo que se le quedó a un nativo del saludo que alguna vez le diera un turista gringo del siglo XIX, hace ‘años sin memoria’: «Hi, I’m John form America»: John Frum, como en Colombia hay niños que se llaman Usnavy y Onedollar. Aunque la figura preexistía, durante la Segunda Guerra Mundial, John se identificó con algún soldado anónimo, perdido para la historia, que llevaba en la manga una extraña cruz roja y se encargaba de entregar suministros que llegaban en aviones cargueros a las tropas junto con algunos sobrantes a los nativos: John Frum, nuestro salvador. Ahora en Tana se adoran las cruces rojas. Al pobre pendejo se le ocurrió decir que volvía y así nació nada menos que una religión: The John Frum Cult. En Tana también hay libertad religiosa.

Una chocolatina Herseys, para quien no conoce el cacao debe ser maná del cielo -lo es-, una carroza que corre sin que se la hale, el vehículo de los dioses, un palito que hace fuego a voluntad cuando se rastrilla, tecnología que no hemos ni soñado cuando a nosotros nos toca sacarnos llagas para hacer sólo el humo. Si no podemos crear estas cosas, estas maravillas, tal vez podamos lograr que nos lleguen. Humanun est; nos podemos escurrir por el proceso y aún tenerlas, ¿pero cómo?, ¿cómo diablos? Sí, eso es, los dioses nos las mandarán. O.K, ¿cómo logramos eso? Nuestro mesías, John Frum las traerá. John es bueno, alguna vez prometió que volvía con más cosas ¿Cómo logramos que nos manden a nosotros un avión lleno de mercancías? Una cosa es de consuelo. El hombre blanco tampoco las hace. Cuando algo se daña o cuando desea todo esto tan delicioso, se sienta en un escritorio y empuja papeles y afila lápices, iza banderas y pone a unos idiotas todos vestidos iguales a moverse de acá para allá con armas hasta que llegan los aviones llenos de carga como caidos del cielo, literalmente. Tiene que ser un rito: no hay nada más inútil, no lo podemos imaginar, que un grupo de idiotas vestidos iguales marchando de un lugar para otro. Tiene que ser magia. ¡Nosotros podemos hacer esto también! Es así como la gente de Tana aún hoy iza banderas, teniendo mucho cuidado de no ponerlas al revés, se visten de azul y cargan unas guaduas con bayonetas en la punta, saludan al estilo militar y tienen un aeropuerto hecho de Bamabú en donde nada funciona de verdad, como los aeropuertos nacionales: bambú disfuncional. Pero es parte de la magia. Cada vez que pasa un avión es el mesías que viene a entregarles el cargamento. Los intelectuales de Tana dieron con una teoría para explicarle a la gente por qué John nunca aterrizaba, como Santo Tomás de Aquino en la Edad Media le intentó explicar a la gente por qué había niños inocentes que morían dolorosamente mientras los papas llenos de pecado fallecían viejos de afecciones indoloras en sus camas: los blancos piratas desvían a John cada vez. Hay que construir entonces un aeropuerto para ayudarle.

Hoy, mientras se leen estas líneas, mucha gente espera en Vanuatu a ‘John from América’ con fe verdadera, con devoción, llorando a veces, desesperados por ayuda en las más pequeñas cosas, instruyendo a los niños. Algunos, viendo el absurdo se separaron de los Johnianos. Cuando el Principe de Gales visitó la isla en 1974 en el yate de la familia real Brittania, los reformados conjeturaron que él era el mesías: se veía tan bien en su atuendo real, dijeron, tan guapo. En el 2007 un reality show llamado Meet the Natives le permitió a algunos creyentes viajar a Inglaterra a conocer a Dios, el cual les concedió media hora un jueves gracias a su agenda apretada. Pero no hay nada qué temer por los viejos creyentes: a pesar de que el contacto con el mundo moderno ha traído a los tanianos al siglo que corre, los johnsonianos siguen fuertes, esperanzados de que John llegará con las chocolatinas para cerrar las cortinas del mundo en el último día de la creación. Los seguidores, en un acto de ejemplo democrático incluso tienen escaños en el senado de su país. Lo mejor del mundo es la democracia. Cuando el naturalista David Attenborough pasó por las islas en la década de 1950 con un camarógrafo para hacer un documental, se entrevistó con el líder espiritual de los creyentes, un hombre que decía que hablaba todos los días con John a través de una mujer con cables de radio envueltos en la cintura que entraba en trace y hacía voces que sólo él sabía interpretar. Decía que John le había dicho que venía pronto, nada qué temer. Cuando Attenborough le preguntó si no le parecía que diecinueve años era mucho tiempo para esperar, le respondió sin temor, a sabiendas de todo lo que en el mundo sucedía, que si los cristianos llevaban dos mil años esperando a Jesús, diecinueve años era poco tiempo para esperar a John.


Roberto Palacio

domingo, 13 de febrero de 2011

Maria del Pilar Hurtado: una delincuente como nosotros. Ella no importa tanto, es lo peligrosamente frecuente que se ha vuelto el perfil del que se desquita del mundo por un pasado doloroso...

La vida de los demás…


Tú lo tenías claro desde el principio; llegaría el día en que todos sabrían de ti. Lo planeaste como una meta, el no ser ignorada por siempre. Bueno, las cosas se fueron dando de una manera más bien sutil. En un principio también tú tenías buena fe, pensabas que era igual para ti que para tus amigas, que para tus hermanas o tus primas; todas tenían derecho a la felicidad, a tener un novio, a ser tenidas en cuenta. No entendiste que cuando ellas se arreglaban para ir a una fiesta y te decían ‘Y tú también María del Pilar, ponte bonita…’ había en ello un dejo de menosprecio condescendiente, de fastidio. Pronto te diste cuenta de la diferencia que las separaba porque nunca has sido descuidada o incapaz de que algo se te escape, sobre todo lo que habla de ti. A cierta edad, cuando todo comienza a ser real, ellas tenían novios de verdad, tú seguías con los imaginarios; ellas lloraban en silencio por amor tendidas bocabajo en sus camas, y tú las mirabas entre extrañada y deseosa de tener una experiencia que te abriera al mundo. Intentaste por un tiempo ser más explícita, menos sarcástica. Hiciste mil cosas con tu pelo, pero nada cambió. O bueno sí, te volviste la confidente de los hombres: ellos te contaban sus historias y tú, con tal de hacerte parte, debas consejos, recomendabas y escuchabas. Para ti, irrumpir en la vida de los demás es la forma de tener una vida propia.

Los cambios siempre te entusiasmaron fugazmente con la posibilidad de que todo fuera a ser distinto. Tuviste que recordarte a la fuerza lo crueles que eran las personas, cómo te habías jurado no doblegarte ante ellas y cómo tomarías venganza algún día. En la universidad, por un tiempo, te ilusionaste con encontrar a un hombre que viera más allá de tu complexión física. Al fin y al cabo, tantos parecían abogar por no ser superficiales en ese lugar. Pero todo permaneció como siempre había sido. Eras amiga de todos, te invitaban a los paseos, a las fincas, pero cuando se retiraban a los cuartos a entregarse a ese amor profuso y espontáneo que tanto deseabas, a ti no te quedaba más que sacar la piyama que tan bien habías empacado y acostarte a leer. Fueron esos momentos, esos instantes en los que todo es ira en los que te juraste que no serías ignorada una vez más, en que tu plan se volvió casi programático. ‘Ya sabrán de mí…, ya sabrán de mí.’ Siempre te has creído con los suficientes escrúpulos como para tener una meta fija que desafíe el tiempo. No importa cuánto había que esperar, pero harías algo que al fin obligara a todos a considerarte más que una niña. En esa etapa formativa, intentaste ser denodadamente inteligente, pero en más de una ocasión llegaste a la casa llorando cuando otras, además de bonitas, decían algo que al profesor le agradaba más. Tu fortaleza no era esa, era la ciega obstinación y la claridad apodíctica de que te habías ganado el derecho a mentir, a tergiversar y a vengarte por todo aquello de lo cual los demás te habían privado. Para entonces, en tu cabeza sólo había esas metas, ya nunca pensamientos.

Cuando llegaste a la vida laboral, no había entusiasmo fugaz al que le creyeras. Había que escalar rápido para poder hacerte recordar, para que todos los que alguna vez te ignoraron o te sobaron la cabeza como a una menor tuvieran que decir: ‘Si viste a Maria del Pilar, la fea esa que se sentaba atrás, pues mira que resultó no ser tan boba…’ porque a los ojos de un colombiano, un acto brutal siempre limpia la imagen de esa inocencia estultificante, y pone en una escala jerárquica por la que ya no se mide a los demás. Casi podías imaginar a ciertas personas diciéndolo: ‘La fea esa no era tan boba…’. La distancia entre tú y tus amigas, que ahora tenían una vida caótica de bebés, maridos y sueños cumplidos la deseabas más que nunca, pero ya ni siquiera sabías qué era lo que querías de esa vida, porque nunca te tocó. Te volviste meticulosa e impecable en la oficina, caótica y tiránica en tu vida privada. Cuando los deseos de la carne eran acuciantes, ibas a ese sitio sofisticado en el que mujeres como tú podían pagar por una noche de sexo. Muy discreto. No eras como esas histéricas que se botaban sobre la pista en el momento culminante del ‘striptease’. Te sentabas a mirar en silencio a ese chico de cuerpo estupendo con un nombre como Giovanni o Yuldor porque en realidad tú te lo querías llevar para tu casa. Lo querías para ti y lo tendrías. Lo más increíble, le harías el amor con cariño auténtico y con pasión desmedida. Al otro día eras sumisa y confusa con él: ¡te habías enamorado una vez más María del Pilar! “No vuelvo a dejar que esto me pase”, te repetías con los dientes apretados. Debías entonces fingir ser una cabrona indolente. Al comienzo pensabas lo que hubiera dicho tu papá: eras su niña. Pero como con tantas otras cosas, esa sensación inefable de que a esto tenías derecho, de que al fin y al cabo fue la sociedad hipócrita la que a ello te llevó, te permitieron hacer lo indecible. Desafiaba tus escrúpulos, te hacía sentir enferma, pero solo en esos instantes eras verdaderamente mujer. No dejabas entonces que te perturbara; lo podías borrar todo. Fuiste llevando esa insensibilidad ciega a tu trabajo. No te diste cuenta cuándo se mezclaron las cosas y no puedes haber visto que se es uno solamente; no se delinque en el trabajo y se es Maria del Pilar en el almuerzo de tu casa los sábados. No se invade, se distorsiona, se corroe la verdad hasta el cansancio sin un precio para la vida propia. Te costará años y otra vida entender que la mentira es una áspera partitura que desgasta a medida que se entona.

Es por todo esto que en el aeropuerto se te veía no solo tranquila, sino de hecho satisfecha. No estimaste que llegara a tanto, y no creíste que fuera ya el momento de hacerte notar, pero se dio y pensaste que este instante era tan bueno como cualquier otro. Leíste el periódico en la sala de espera mientras los reporteros te hacían tomas de apoyo. Te diste el lujo de abrir con sarcasmo los ojos ante las noticias que te parecieron escandalosas, cosa que nunca haces a solas; algunos clasificados te llamaron la atención de verdad. Estabas disfrutando.

Ahora, a medida que pasan estos días extraños para ti, podrás estar fugazmente en el centro de tu venganza contra todo un país. Quisieras saber qué piensa tal o cual persona de ti ahora…¿cómo les quedó el ojo? Pero pasarán rápido y cuando te hayas cansado de caminar a solas y mascullar tu receta, cuando ya los Yuldores y los Giovannis de allá te sepan tan insípidos como el café, más temprano que tarde, querrás volver a ser María del Pilar, la gordita confidente. Aunque sea eso. Pero tal vez te tocará robar un atisbo de una conversación en el metro en alguna ciudad remota en donde para tu desgracia, a nadie le importa en qué andan los demás. Y todo sólo para volver a sentir que eres dueña de algo que otros llaman ‘intimidad’.

Roberto Palacio F.

domingo, 6 de febrero de 2011

Iba a escribir para hoy un perfil psico-social de Maria del Pilar Hurtado; pero decidí salir con este texto al que me incitó hace tiempo Uriel Cárdenas

LA DESAPARICIÓN DE LA DESAPARICIÓN DEL LIBRO


Escuchaba hace poco a uno de los vendedores de libros más importante de nuestro medio entregado al innoble oficio, tan colombiano como señalar con la boca, de buscar solaz en los subproductos ‘afortunados’ de nuestro subdesarrollo: ‘Los libros están desapareciendo, pero en otros países. Eso acá todavía no…’. Lo decía en el tono de alguien que se convence con argumentos autotranquilizadores, como un Reiki conceptual, de que toda su vida natural tendrá servicio doméstico barato -demos por caso- porque a Colombia afortunadamente todavía no han llegado los derechos fundamentales. Me imagino que un hombre con una bodega llena de libros que debe vender a como dé lugar tiene derecho a buscar confort con lo que le dé la gana. Pero no pude evitar pensar cuán endebles somos al no reconocer que el apego a los privilegios del aislamiento - Colombia es «el mejor vividero del mundo»- simplemente nos sacan sin más del retrato de los tiempos que corren. Ricardo Silva Romero decía que Colombia es un país al que le cuesta trabajo creer que queda en el mundo. Para mayor precisión, Colombia es un país al que le cuesta trabajo querer quedar en el mundo.

Comencemos por hacer unas precisiones indispensables en el debate sobre el estado del libro. En primer lugar, la peculiaridad de los cambios que acaecen con el libro es todo menos local. En segundo lugar, no había escuchado nada más ridículo que decir que el libro está desapareciendo.

Comencemos con esto segundo. Entiendo que es una forma rápida y descuidada de denominar un debate conceptual implicar, como en el título de este escrito, que tal o cual cosa ‘desaparece’, que esta otra fue ‘negada’. «El libro desaparece»; pero claro que no es esto de lo que se trata. Me cuesta trabajo imaginar un escenario no apocalíptico en el que el libro simplemente desaparezca. Estamos, eso sí, ante uno de los cambios de formato más significativos que el libro ha tenido desde que pasamos del papiro al códice y de este al libro impreso por tipos móviles. Con la digitalización -que no es nada nuevo-, no se hace más que completar un estadio lógico de lo que ya se había iniciado con Gutenberg: descomponer el libro en partes móviles, no significativas, recomponibles con las cuales se puede rearmar cualquier conjunto de ideas a voluntad, sean estas las que sean, de la misma manera que las palabras se descompusieron en fonemas y letras a-significantes cuando pasamos del pictograma al abecedario. Ahora esos tipos han dado un salto ulterior hacia su posibilidad de recomposición y resignificación. Una vez que las palabras de un libro aparecen en pantalla, ya no son parte del objeto físico conocido como ‘libro’. Ahora ocupan el espacio no solo de cualquier otro libro sino el de cualquier otro archivo. Cualquiera las puede poner, quitar, copiar, pegar, apropiar y desafortunadamente, plagiar. Esas palabras se funden en un enorme caldero que se revuelve lentamente en internet, en el cual se vierten potencialmente todas las ideas de la humanidad, sin autoría clara, sin pertenencia, fragmentadas. A esto me refería con el primer punto, cuando decía que la revolución del libro es todo menos provincial. El temor recalcitrante de George Orwell de que un libro –o la unidad literaria mínima que sea- en nuestros días ya no será escrito por una sola persona en cierta forma se ha cumplido, pero no fue recalcitrantemente malo. Por eso Google ha emprendido la enfermiza tarea de reunir todos los datos del mundo, algo que nunca en la historia de la humanidad se había siquiera planteado. Enfermizo, pero quiero estar ahí cuando suceda. Por eso Wiki gotea. No hay nada esencialmente nuevo en ello. Algo similar había ocurrido con los tipos de Gutenberg; contenían todos los libros posibles jamás escritos o por escribirse. En la prolijidad hubo confusión, mezcla, anonimato, proliferación y difusión.

Pero en otros frentes no hay motivos para estar optimistas. Con los cambios que se ven venir, el libro se desarraiga de sus orígenes y de sus roles. Por lo menos de las que conocemos hasta ahora: en muchos sentidos, el libro perderá su papel como educador, como autoridad, como hito. Al medio digital, por su misma neutralidad, no le tributan esos afluentes. Piénsese lo difícil que será hablar de un libro inspirador, crítico, que cambió la vida cuando el mismo está fragmentado, despedazado en el lector digital, así este simule la continuidad de una hoja tras otra. No es una pataleta neo-romántica. Hablo más bien del tema relativamente técnico del holismo sintáctico y semántico. Es de hecho este el principal problema que enfrentan las nuevas tabletas electrónicas; comunicar y denotar el sentido que antes tenía un objeto físico, una porción del mundo, en archivos que uno tras otro pasan ante los ojos. No es lo mismo una sucesión de páginas que todas las páginas juntas, así se vea una a la vez. ¿Por qué? Nuestra comprensión en un sentido psicológico lo demanda; es un proceso que se nutre de porciones estructuradas que se asemejan a totalidades, aunque a veces como ejercicio de la didáctica tengamos que romper algo en sus partes para entenderlo. Imagínese lo que es evaluar un juego de ajedrez mirando una ficha a la vez sin jamás poder mirar todo el tablero; los programas de ajedrez comenzaron a derrotar a los humanos más competentes cuando los programadores pudieron incorporar mecanismos eficientes de evaluación de un conjunto de situaciones a la vez. Cuando la máquina pudo decir para sí misma, luego de mirar todo el tablero: ‘Uyyy, estoy jodida…’ De la misma manera, apropiarse de un libro, comprenderlo implica poder considerarlo como un objeto independiente de otros, tener la perspectiva de hojear, de tener en mente las páginas, sus diseños, sus lugares en la obra física total. Cuando falta el contexto total, es difícil comprender las partes y su lugar en esa totalidad. Es esta la dificultad de «leer en pantalla».

Me preocupan mucho más los tentáculos de este fraccionamiento a si, por ejemplo, las comunidades autónomas de internet son lo suficientemente competentes como para poner juntos todos los ingredientes que se necesitan para cocer un buen libro, o si la libertad de hacer libros indiscriminadamente nos expondrá a mucha basura. Puede que sí. Las preguntas de fondo, sin embargo, siguen sin plantearse, como por ejemplo: ¿este fraccionamiento del texto alterará definitivamente nuestra relación con la lectura? ¿Se volverá a su vez más fragmentaria, se «Twitterizará»? ¿Llegará el día en que no podamos leer textos extensos? ¿O escribirlos? Claro, no tengo respuestas para estas preguntas. Realmente no las tengo, y no las pregunto porque sospeche que para allá vayamos. Pero siento que en toda esta crisis se ha hablado demasiado de la existencia y producción del libro físico, como lo demanda un debate orquestado por quienes producen los libros, pero no se ha hablado de la que puede llegar a perder más millones y adeptos que toda la industria editorial junta: la lectura.

En qué proporción y a qué ritmo el libro digital irá sustituyendo el libro de papel me parece relativamente impredecible, y pienso que no nos debemos dejar contaminar por la histeria corporativa editorial de los bajos números al fijar la atención exclusivamente en este micro-modelo del debate más grande. Admito que hay algo terriblemente incitante en saber si en las casas de nuestros hijos y nietos habrá bibliotecas con libros comprados por ellos o si guardarán y repartirán los nuestros como reliquias. Por la forma en que mi hija de tres años y los niños que conozco atesoran sus libros, los disfrutan y los quieren, creo que al menos en la siguiente generación tenemos asegurada la existencia del libro físico. Quien examine la sucesión de nuevas tecnologías sobre las viejas, descubrirá para su asombro que es rara la vez que el nuevo formato desplaza del todo o siquiera rápidamente al anterior: los programas de ajedrez por computador nunca sacaron de circulación a los tableros; no he asistido al primer concierto de música clásica en el que el intérprete se para histérico en la mitad de un concierto y pide a gritos que le cambien el piano de cola Steinway por una organeta Yamaha. Tal vez por mucho tiempo coexistirá el libro digital con el físico, tal vez se marque la diferencia con algo como: los libros que son de mis temas, siempre los compro en papel así sea más caro; los que son de trabajo no me importa y me los bajo en pantalla. Esos escrúpulos, aunque inverosímiles para el economista, son motivaciones reales de la vida humana. Pero no es este un tema que pueda elucidar más que saber si la costumbre de la ablución diaria con agua se podrá seguir manteniendo en los próximos cincuenta años. Tal vez nos toque decir: ‘En otros países ya no se bañan, pero eso afortunadamente no ha llegado acá…’, momento en el cual también yo le besaré los pies al subdesarrollo nacional. Pero claro, como con toda futurología, decir cualquier cosa es pura, aunque deleitable, irresponsabilidad.

Roberto Palacio F.

domingo, 30 de enero de 2011

Me piden de Bakánica que describa mi última cena; acá va mi fantasía gastronómica

La última cena de Roberto el Tártaro


De entrada, unas empanadas, pero no de las de cáscara dura, sino las que son como unas bolsitas de arroz con carne envueltas en pan frito, porque no hay nada en el mundo, en ningún lugar del ancho imperio como la empanada. Encierra un universo. Aún así, la empanada no es más que un vehículo para el ají, un débil medio de contraste como dirían los radiólogos. Entonces tenemos esto; empanadas de pan -bueno, bueno, de las crocantes también- bañadas en ají como Alexis Carrington en un baño de burbujas, como la carne se desparrama sobre un gordo. Pero esa ha de ser la entrada. Siempre he soñado comer como un Visigodo, con una daga, empujándome lonjas de jabalí de temporada mientras danza una prisionera gala –puede ser con la acepción que a la palabra ‘gala’ se le da en Cali; una ‘gala, papá’-, y que sea una danza que implique algo con el ombligo. Yo estoy tirado en una litera de piel de oso y la gala baila mientras yo me río y me empujo lonjas…sí, eso es. Pero no me distraigan. Yo me río, a veces aplaudo y la lonja de Jabalí se me sale de la boca, me enfurezo pero la barriga no me deja y sin que yo me dé cuenta un sirviente me trae más jabalí en una daga y me la pone en la boca. De un momento a otro dejo de reírme y arrojo la daga porque me he enamorado de la Gala. Ahora es ‘Gala’ con mayúscula. Claro, antes de tocarla, quiero que todas las condiciones de asepsia sean perfectas. De un grito, viene una joven muchacha llorosa, bellísima, con cuyo pelo me limpio las manos de la grasa del cerdo. Me acerco a la Gala y ella acepta mi amor, ante el silencio tenso de los invitados a quienes podía haber mandado a degollar en caso de una respuesta negativa de la voluntariosa muchacha. ¡Qué siga la música! Todos golpean la mesa con las cachas de sus propias dagas. El único que ha muerto degollado por mi propia mano ha sido un trémulo y amarillento invitado del Tibet que se atrevió a ofrecerme un apio cuando volví a mi puesto. Luego de esto sí viene la comida. Pero antes más empanadas.

Fuentes de costillitas bañadas en salsa tártara con papas sabaneras hervidas en salitres, salpicadas acá y allá por una que otra rellena y delicadas longanizas de cordero del reino vecino de Sutamarchán adornan las mesas; de las cientos de lámparas de la recámara cuelgan salamis húngaros, especialmente el de Zenú. Cada vez que paso, lamo uno. Hay torcaces, tórtolas que hacen el relleno de un buey que lentamente gira y se cuece sobre las brasas; gansos, patos y liebres en salsa garum. Para algunos débiles de corazón se han dispuesto espaqguetis carbonara y pollo de un distante lugar llamado La Brasa Roja, pero yo lo permito porque soy un monarca generoso y amo a mis gentes. De lejanas tierras se me acercan emisarios con nuevas culinarias que se llaman Hamburguesas de Burguer King. ¡Otro rey como yo!, pienso y la pruebo; por un momento me sorprendo con el sabor, aunque le arrojo los restos encima al mensajero que aún no se ha parado de su gesto de reverencia. Mientras camino, todo el tiempo escupo los huesos de aceitunas de piel negra y brillante como el ébano pulido, pico salchichas aderezadas con pimienta y ciruelas y sorbo grandes cantidades de vino griego de Qios de un vaso metálico y remachado…

Mis invitados: ehmmm, no sé. El hermano de Ratatouille tal vez. Pavarotti, Boris Yeltsin escanciando el vino; Enzo Molinari, el tipo de Azul Profundo que no era un mimo, congestionado a punta de espaguetis de la Máma. Me encantaría ser testigo de Joseph Ratzinger empujándose unas guevas de caviar Beluga con esa meno llena de anillos pontificales; amaría ver a Monseñor Rubiano haciendo guerra de pastel con los cantantes de Loco Mía, a las Spice Girls acostaditas desnudas en una paella.

Pero termino este ejercicio porque de la hora del almuerzo real que se acerca no se puede esperar más que el corrientazo con cebada perlada y sopa de ajiaco, garbanzo y acelga toda amontonada sobre una carne de semoviente digno de Monster Quest, breve como la dicha y dura como el caucho Sol, aderezada con una ensalada que no sabe nada de aderezos, sobre dos tajadas de maduro largas como la nostalgia y grasosas como la sonrisa de un payaso, engastadas sobre un molde de arroz con un inexplicable hueco humeante en el centro. Y temo que está sí sea comida de verdaderos bárbaros.

Roberto Palacio F.

lunes, 24 de enero de 2011

Como no me invitaron al Hay Festival, tocó quedarse en la casa y escribir. Regresa antes de tiempo el Pisapapel...

La Arquitectura de los Sueños


‘Somos un viejo simbolismo sobre el que corre un torrente de actualidades’

Trebor Öicalap

Desde hace años me sueño todas las noches lo mismo. Mi sueño soy yo dentro de una casa. No es otra cosa que eso. No es una casa como la del dibujo de un niño, con dos ventanas como ojos, una puerta como boca y una chimenea de la cual salen bocanadas de humo hacia el Sol. Tampoco es una casa sofisticada, de diseños vanguardistas, sacada de Axis. De hecho, en mi sueño, no importa el diseño de la casa, aunque todo el asunto gira en torno a su apariencia. Como suele suceder en el campo de lo onírico, me sorprende esta casa, -que siempre cambia sin dejar de ser la misma- aunque mi cerebro (no sé si decir yo mismo) la haya creado. Sé con seguridad que en el fondo ni siquiera importa que sea una casa; hubiera podido ser un jarrón o un traje. La casa, para no diluir más el único objeto que pudiera ser de curiosidad para algunos lectores, está derruida. Sus pedazos se han desmoronado sin más, aunque increíblemente no se asemejan a unas ruinas griegas o romanas por las cuales ha pasado la historia del mundo. Mis ruinas están abandonadas. Se hallan esparcidos sin violencia, sin premeditación, al libre abandono. Reina ese extraño silencio que se siente pesado en la vejiga. No hay más acción que el estar en ese espacio lóbrego, de pie entre las ruinas, observándolas desencantado, sintiéndome también yo en un estado de decaimiento, como el que se siente ante el error evitable y fatal. Tienen ese sabor acre de lo que nunca ha sido tocado, aunque puedo asegurar, por una paradoja que solo se comprende en sueños, que han sido habitadas hasta el cansancio y luego de mucho preguntármelo, sé que he sido yo el inquilino de quien vengo a observar el desastre. Fatalismos aparte, esa es la versión agradable del sueño.
En sus variantes ligeramente más angustiosas, la casa tiene geometrías improbables. No digo imposibles o de la paradoja porque mis sueños no son tan afortunadamente lógicos como para entretenerme con ellos como con un grabado de Escher. Son difíciles: hay ascensores que viajan hacia los lados, produciéndole a sus ocupantes, entre los que siempre me encuentro, vértigos aplastantes. A veces viajan en líneas que exceden las dimensiones del edificio, hacia arriba o hacia abajo, o a velocidades enfermantes. Por lo general sé que se estrellarán y que no podré hacer nada y albergo la idea de que sé que en el fondo no lo harán pero en todo caso lo hacen creando el desastre; de nuevo, el sueño me sorprende. Viajan de piso a piso de corredores de hoteles, edificaciones enormes que se van oscureciendo a medida que el paseante se adentra en ellas. La reciente película Inception, recoge de manera magistral la arquitectura de los sueños, viejos edificios grisáceos, múltiples, abandonados, que han ido creciendo y aumentando como los recuerdos y como el cerebro que los alberga, siempre dejando tras de sí desperdicios y abandonos que nos llaman con el canto de las sirenas. Los cuartos están vacíos, y los edificios ha tiempo abandonados, pero habitados al punto que los ocupantes agreden a quien los espía. Todo dentro de las habitaciones no son más que aspectos del pasado, espectrales, repetitivos; secciones de un filme que pasa una y otra vez para nadie. Los edificios de estas, mis pesadillas, si los tuviera que describir, se asemejan a la factoría de la bella fábula infantil de Roald Dahl, Charlie and the Chocolate Factory. Cuando leí el relato por vez primera, hace no mucho, quedé estupefacto de que Dahl hubiera jugado con esos elementos de pesadilla en un relato infantil. Pero después todo cayó en su lugar: tiene pleno sentido el ascensor en una historia sobre el deseo de ser otro, de la transformación. El mal-sostenido aparato viaja, al fin y al cabo de un lado a otro del pasado y de las facetas del yo, comunicando partes nuevas e iluminadas con las más antiguas y olvidadas de la edificación. Además, en toda fábula infantil hay la pesadilla de la transmutación, del dolor físico, de la inadecuación, lo cual en parte configura su extraño atractivo para los niños. Esta idea ha sido elaborada por siglos en los cuentos de hadas a través de conversiones de personas en batracios, disminuciones de tamaño como en Pulgarcita, estar muy grande o muy pequeño como en la legendaria Alicia en el País de las Maravillas. Son esas experiencias tan propias de la niñez como el gusto por los dulces y los días de juego.

Una variante especialmente desagradable de este sueño del ascensor, se da cuando en los subterfugios del edificio, en su nivel más bajo, intuyo la presencia de algo terrorífico, más que la muerte. Hay en ese pre-sentimiento -que ni siquiera es una representación ya que nunca he llegado al fondo de la estructura-, auténtica y doliente putrefacción. No se me ocurre una manera más verídica de ponerle una etiqueta. He llenado lo que imagino habrá en ese sótano en distintos momentos de mi vida con vivencias particulares e impactantes: por mucho tiempo imaginé un bebé recién muerto abandonado sobre una bandeja metálica en una sala de urgencias solitaria, como una vez lo observé luego de llevar al niño con su madre de emergencia a la clínica. En mi sueño, de alguna manera yo era culpable de la infección que lo ultimó. Pero más que una imagen particular, he llegado a entender con los años que en lo profundo de ese inconsciente que se simboliza a través de la parte subterránea de la edificación, reside mi máxima traición, mi más guardado y agudo temor que nunca revelaré. Dicen que todos tenemos uno.
En ambos sueños, viajar por la casa ha sido viajar por mí mismo, simplemente porque la casa soy yo. O mejor, es un símbolo complejo y multifacético de lo que soy. No era difícil adivinarlo, pero a mí me tomó años y fue en el mismo sueño que tuve esa epifanía. En alguna ocasión, la casa se me manifestó en forma de jardín de la infancia y el sueño tomó el sabor doloroso, nostálgico y lejano, pero a la vez libre y feliz de la niñez. Es una de las pocas veces que no se me ha dado como pesadilla. Yo me sentía restablecido y reivindicado en ese espacio que no estaba derruido; éramos uno y lo mismo.
En una etapa anterior de mi vida, sin embargo, cuando comencé a tomar conciencia de la casa, todas las noches se me presentaba el sueño en su peor versión. Fue una época de profunda congoja. Mi madre había muerto hace unos meses y yo estaba apenas despertando ante el mundo, como se regresa luego de un cataclismo. Con ello despertaba también todo el profundo hastío y el odio que ese mundo, que me debía una, me procuraba. Había entablado una relación de mucho dar y poco recibir, desesperado por afecto y fue entonces que el sueño comenzó noche tras noche. En sus primeras y brutales versiones, estoy en una habitación de la casa. Una banda de cuatro comienza a tocar una música incontenible que a medida que avanza va ocupando más espacio en la habitación, hasta que me sofoca y en un estallido de apoxia me despierto de un golpe. A veces la casa se encogía sobre mí y era yo el que debía pasar de una habitación a otra pujando y llorando de dolor, como un espeleólogo. Muchos tienen un sueño similar, su propia pesadilla claustrofóbica. Una variante más Stanislav Lem del asunto me ubica en la misma habitación, pero abro la ventana y horrorizado me percato que estoy en el espacio exterior, y la misma apoxia me manda de regreso al mundo de los vivos y la vigilia, afortunadamente.
Fue una verdadera paradoja por muchos años lo que este sueño pudiera significar. Es claro que hablaba de la gordura, de la asfixia y de cualquier otra condición física y psico-somática que pudiera estar viviendo. Pero era su simbología lo que me intrigaba. Pensar que hay estos complejos símbolos rondando dentro de uno, como radicales libres que intentan revelar algo, y los podría haber ignorado por completo, como si no existieran y casi como si me hubiera enterado de ellos por casualidad me exponía a la sensación de desespero de que la vida se me escapaba entre las manos. Era un golpe de suerte aportado por un detalle mínimo del día lo que me revelaba todo ese universo del sueño, que estaba ahí no más, a la vuelta de la esquina, esperándome y determinando toda mi tónica anímica.
La clave de este extraño acertijo me la brindaron mis pesadillas recurrentes anteriores, muchos de las cuales eran simples ensoñaciones de terror que a veces me gustaba provocarme a mí mismo. Mientras me duchaba, imaginaba una ballena en la bañera, gigante, desmedida, ocupando todo el espacio, expeliendo vaho y dejándome sin respiración. Tenía que cerrar los ojos para que la fuerte sensación de irrealidad se fuera. En otra versión, caía en un accidente aéreo y era engullido por una turbina gigantesca, haciendo ese sonido sibilante que va in crescendo. De nuevo, la historia hablaba de la gordura y de la asfixia, condiciones que he padecido toda mi vida. Eso ya lo sabía, pero era apenas la superficie, aunque fue esa sensación física tan peculiar de la asfixia lo que me permitió hacer el puente entre los dos sueños.
El inconsciente, donde habitan todas estas extrañas arquitecturas y escenarios, tiene que ver con lo enorme, lo desmesurado, lo mal puesto, la aparición en el lugar más increíble. En la literatura y el cine que más nos aterran, figuran estas inadecuaciones: buques gigantescos, más que una ciudad, en la mitad del desierto a miles de kilómetros del mar, abandonados, putrefactos; enormes cargueros sumergidos en el océano, a su vez llenos de cargas enormes, perdidos; edificios enteros que penden suspendidos al revés, haciendo sonidos crepitantes, como magistralmente se recrea también en Inception. Por eso la poesía, que se nutre del inconsciente, se nutre de las imágenes de naufragios, mares, ciudades improbables. Para usar la bella metáfora de Aldous Huxley, de las antípodas de la mente. Y como las reglas han de ser distintas en el otro lado del orbe, lo han de ser en ese profundo inconsciente. Él no está configurado según los cánones de la percepción del mundo, en donde unas cosas se ven en proporción con otras. Está hecho más bien a la medida del impacto de la experiencia. Unas cosas nos marcan más que otras y las dimensionamos en esa proporción. En mi sueño, la casa, yo mismo, me asfixio, me sobre-dimensiono o me colapso en torno a lo que soy. No ha de ser compleja la simbología; de alguna manera me digo que a pesar de sentirme en posesión del mundo, me pierdo, me deterioro, me desgasto y el actor principal de ello soy yo.
Con el tiempo, ese sueño se ha moderado. La casa y yo nos visitamos a diario, pero sólo con el mal sabor de la pesadilla de vez en cuando. He aprendido a habitarla y puedo explorar algunos de sus rincones, aunque aún no los del subsuelo. Espero paciente a saber lo que me tenga para descubrir; lo que yo me tenga a mí mismo para descubrir.

Roberto Palacio F.

domingo, 9 de enero de 2011

El Pisapapel de Pilas se despide de sus lectores por merecidas vacaciones hasta el 31 de enero de 2011. Queda un texto para pensar y debatir: 'My own personal atehism'

Dios y ser gay en los ochentas


Cuando la gente comienza a hablar de Dios, yo escucho. No lo logro por mucho tiempo, pero me intriga la forma en que se van acercando a ese tema enfático y extenso, que casi siempre está completo en sus mentes, sin atisbo aparente de duda. Lo hacen como si todo lo que lo precede en la charla fuera un pretexto para llegar a Dios, esa esencia abstracta que los define. Tomé un taxi hace unos días con mi hija de tres años. Íbamos cantando y observábamos las luces de fin de año. El taxista me hizo la sencilla pregunta si la niña era mi hija. Sí, le dije. Divagó un poco sobre la belleza de la paternidad y luego le advirtió a mi hija sobre la importancia de obedecer al padre, ‘Y sobre todo, a un gran Papito que está en el cielo’, le dijo a manera de regaño pedagógico y condescendiente. Para ese entonces los dos habíamos dejado de cantar. Tal vez por nuestro silencio, el predicador del volante sintió que ya nos tenía cautivos y podía darse a su labor salvífica de propagar la palabra; no tuve duda de que era algo que hacía a menudo. Mientras hablaba recordé cómo la palabra en la mente del creyente tiene el mismo patrón de expansión que un virus en un organismo vivo según el genetista Richard Dawkins: se ‘esparcen’. ‘¿Tú conoces a Dios, nena?’ Mi hija no respondió. No importó; la pregunta era artificial, retórica. Agustín de Hipona no hubiera podido replicar acertadamente según lo que el conductor quería escuchar. Pero como en la oratoria clásica, sirvió para presentar todo la Quaestio Dei que nos acompañó hasta la puerta de la casa. Nos bajamos contaminados.

He aprendido con el tiempo a evitar responder a estos profetas ideologizados y calientes; simplemente ya no soporto las discusiones. Conozco muy bien los vericuetos que suelen tomar. Cuando uno advierte que no es creyente, el otro replica que sin duda uno debe creer en algo. Solía responder que me sorprendía la naturaleza: ‘Ahí está; ud. lo llama naturaleza, yo lo llamo Dios. ¿Cuál es la diferencia?’. Y había de nuevo tranquilidad, porque si bien puede creer que una serpiente le habló a una mujer, que todo se creó a partir de la nada y que el Dios que mandó dos osos para que destrozaran a 42 niños que se burlaban de la calvicie del profeta Eliseo es un Dios de amor, el creyente no puede creer que otro no crea. En la sentencia ‘Yo no creo en Dios’, el centro de atención no es la palabra ‘Dios’ sino la palabra ‘creencia’. Me perdonarán el pleonasmo, pero la esencia oculta que define al creyente no es Dios sino la creencia. Su estructura de sentido, aquello a partir de lo cual entiende y elabora el mundo es creer. Y ve creencia en todas partes. Poco ha considerado que fue sembrada en él desde su infancia; si te enseño que los duendes causan la lluvia, cada vez que cae agua del cielo reafirmarás la fe en su existencia. Se piensa en el deber de comunicarla porque el acto de reconocerse poseedor de esa creencia lo llama revelación y si hay aún otra cosa que el creyente no puede hacer es entender que aquello por lo que vive y muere puede que no le interese a nadie más que a él.

Ser ateo implica elaborar el sentido y la comprensión del mundo a partir de la misma experiencia de vivir. Nuestra interacción con el mundo -y con sus habitantes- tal como es puede bastar para desarrollar caminos vitales para el entendimiento y la emocionalidad con sólo saber observar, lo cual implica tener la disposición de ánimo de no aburrirse en el descubrimiento y un mínimo de curiosidad por la manera de ser de mecanismos a veces sutiles. También implica abstenerse de proyectar sobre él la sombra de la insatisfacción: el mundo en la visión del místico -de una forma o de otra- termina siendo de mal gusto, in-mundo. O peor, sobrecargado de sentido, lo cual expone aún más a la decepción. Comprender no es un proceso en el cual se antepone algo perfecto y autónomo a algo sucio que hay que despejar para descubrir lo primero. Alejandro Rozitchner en Hijos sin Dios, un estupendo debate sobre cómo pueden los niños responder sus preguntas fundamentales sin religión, advierte sobre los peligros no solo de la educación religiosa, sino de la educación en la trascendencia: instruir con el ojo puesto en el más allá implica limitar de mil maneras esa complejidad del mundo y transformar la aventura de vivir en una repetición de tradiciones salvadoras.

Pero ante todo, ser ateo en el sentido que especifico implica algo más difícil aún. Quien no cree se abstendrá de proyectar su no creencia; no pregonará ni catequizará y poco intentará valerse de otros para generar servilismos que inviten a seguir ciegamente. El ateísmo no es un credo, no es un club. No es madrugar a votar, pero en blanco. Por eso siempre he creído que ser ateo no es algo que me defina, porque mi vida no gira en torno al problema de la existencia de Dios. Cuando era adolescente, me invitaban a los clubes ricos de la ciudad, y yo asistía entusiasmado por la idea de poder anteponer mi mala cara a la petulancia de los ricos. De ser más consecuente no hubiera ido. El ateo debe saber no hacer, dejar de proclamar, una tarea infinitamente más difícil que irse lanza en ristre al calor de las convicciones; debe asumir el valor que hay en contenerse. El escritor Hector Abad Faciolince se definía como un ateo manso y me imagino que a algo como esto se refería. Pero el concepto de mansedumbre y el de tolerancia no describen lo que digo; qué mayor felicidad para el fanático, ¡ateos que se guardan su porción! Más bien lo describiría, con todas sus utopías e ingenuidades como un dejar pasar. Como con todo laissez faire, uno guarda la esperanza de resultados y autoregulaciones. Claro que con el triunfo de los dogmatismos en nuestro tiempo, habrá que levantarse cada vez más con voz clara y tendida simplemente para que los fanáticos no intenten adoctrinarnos contra nuestra voluntad, aunque a veces es poco lo que se puede hacer contra un cura con megáfono.

En mi experiencia personal, más que vivir sin Dios y la idea de la vida en el más allá, una de las mayores dificultades de ser ateo ha sido la de no influir incluso en lo que me conmueve profundamente bajo la convicción de que hay cosas que se deben dejar a su determinación, al tiempo que veo a otros abalanzarse sobre esa silla vacía. El peor campo de batalla en el cual se ha jugado esta contienda: la educación de mi hija. Hace casi cien años Bertrand Russell declaraba que uno de los grandes problemas del mundo es que la gente pensante está llena de dudas y los ignorantes de certezas, lo cual implica que el sabio a veces se abstendrá mientras que el atrevido no para de hacer. El creyente no sólo ve esta pasividad como un signo de debilidad, la aprovecha para conquistar lo que el ateo a sabiendas deja en libertad. Se ha vuelto frecuente que mi hija llegue a la casa con elaboradas mitologías en las que se reconoce el lenguaje de un pueblo de pastores del Medio Oriente de hace dos mil años, historias de vírgenes y niños que son Dios que no se le han enseñado en el hogar simplemente porque no son nuestras ni suyas. Las puede haber recogido en cualquier lado: ¡un taxi! No queda más que sentarse en silencio y escucharla. Lo más que puedo hacer por ella es procurar ponerla en el camino de desneurotizar la experiencia de vivir frenando el ímpetu de llenar cada espacio vacío con significados. Luchar obstinadamente contra las vírgenes y los santos es aportarle un fanatismo más por el cual no quisiera sustituir el anterior, como los absurdos intentos de rehabilitación de drogadictos que comienzan por convertirlos en adictos a Jesús. ¿Cómo ver en ello una verdadera reforma a la manera de pensar? En el peor de los casos es exponerla a la dogmática experiencia de los primeros cristianos, obligándola martíricamente a creer en silencio. Es tan fácil que los niños se apropien de esas historias religiosas; necesitan mucha contención porque están en un continuo proceso de definir sus límites. Las instituciones como la religión, la pertenencia a clubes, equipos deportivos, partidos contienen y definen; yo soy de tal o cual color electoral, yo llevo esta camiseta, soy judío o cristiano. Es un legado de nuestro pasado neolítico en el cual saber a qué grupo se pertenecía era fundamental para sobrevivir. Pero con esas membrecías siempre se corre el peligro de evitar definirse en torno a lo que verdaderamente se es y se posterga, a veces para siempre, el proceso de una búsqueda auténtica. Autocontenerse es increíblemente más difícil; me encanta la imagen volteriana de un reloj que se da cuerda a sí mismo. Implica saber qué hacer con uno mismo; se llega a ser ateo precisamente porque uno accede a ser uno mismo, a su cuerda.

Pero he caído en el viejo vicio de la filosofía. Tal vez una anécdota disipe esa tendencia a la teoría. Una de las experiencias más bizarras de este joven año, la que justamente me movió a escribir estas líneas, fue el haberme comido un perro caliente en una estación de gasolina con un transvestista amigo de mi esposa, que no hizo más que agradecerle una y otra vez a Dios el que le hubiera hecho dejar el alcohol. No suelo hablar del asunto a menos de ser interpelado, pero pensando ingenuamente que la radicalidad de la elección sexual de nuestro amigo hubiera expandido los horizontes de su aceptación por la diferencia, declaré con toda vehemencia que yo era un ateo que estaba saliendo del closet, lo cual le divirtió muchísimo. La empatía, sin embargo, sólo sirvió para canjearme su condescendencia. Puso su mano en mi antebrazo y me dijo ‘Ay, querido, yo ya pasé por eso. Renegué de Dios, adoré a Satán. Pero ahora estoy de regreso.‘ Dudo mucho que nuestro amigo y yo hayamos estado en el mismo sitio; su núcleo era la fe ciega, en Dios, en el Diablo, en el Feng Shui, en la ceremonia o el escándalo. A mí no se me hubiera ocurrido adorar al Diablo cuando me alejé de Dios simplemente porque no se me hubiera ocurrido adorar… y bueno, porque la pinta satánica no me va. La inscripción en una camiseta que vi por internet puso toda esta historia en perspectiva: ‘Ser ateo en nuestro tiempo: como ser gay en los ochenta’. Como último argumento en mi defensa ofrezco el más manido y rastrero de todos: yo ya lo era entes de que estuviera de moda.


Roberto palacio F.

lunes, 3 de enero de 2011

Improperios en torno al culo; ahora sí va...

Variaciones alrededor del culo


“Los culos son las nuevas tetas”. Eso decía Desmond Morris resumiendo las tendencias de los noventa; fueron años del culo. A finales de esa década se rumoró que Jennifer López había asegurado el suyo en mil millones de dólares. Ella salió en público con su culo y dijo que no era cierto, pero quedamos con las ganas de saber cuánto le habrán dado por él. En Brasil en ese entonces se llegó a inventar una nueva palabra de ridícula dicción para una mujer de bello trasero: popozuda. Espero de corazón que no tenga nada que ver con el uso oficial del culo. Ellos simplemente las llaman así, como ponen aguacate en el salpicón. No es nuevo. Los antiguos griegos erigieron templos al cuadril. Los eruditos escritores Ateneo y Clemente de Alejandría, entre escandalizados y arrechos, contaron cómo en la época clásica los sabios helenos erigieron un santuario a Afrodita Kallypigos, literalmente la ‘Diosa del bello culo’. A la virgen le hemos visto los pechos pero nunca el culo, aunque en un capítulo de South Park una estatua de la virgen sangró por ese delicado órgano. Pensaban los sabios antiguos que el culo era lo que nos separaba de los animales, un rasgo humano más pronunciado que el uso de herramientas, el lenguaje y hacer visita con la pierna cruzada, porque la mayoría de los animales no tienen culo: considérese un gato empinado. La estatua reposa, aún mirándose el culo, en el Museo del Hermitage. No es tan buena como uno se la imagina: un trasero un poco terco en su declive, una prolongación de la espalda. Lo que en Boyacá llaman ‘culo lamido é vaca’. Pero el gesto es incitante y desde hace más de 500 años se hacen copias de la preciada estatua para los príncipes ilustres que han adorado el derriere.

Los cristianos medievales pensaron que el diablo les envidiaba el culo porque él no tenía uno. Una forma de espantar al demonio era mostrándole el culo. Nadie lo entendió, pero era lo que intentaba hacer Antanas. Las damas salían durante las brutales tormentas a ponerle el culo a los rayos para apaciguar al demonio. Con los jesuitas, el culo llega a América. Antes acá no se usaba eso. En 1786, en su Monarquía del Diablo, el jesuita Antonio Julián declaraba en tono vehemente, doctrinero y dogmático —similar en todo al de su colega contemporáneo Alfonso Llano— que había sido testigo presencial de cómo una feligresía de brujos y brujas volaban hasta una llanura para reunirse en aquelarre con un macho cabrío que no solo representaba sino que era el mismísimo demonio. Contaba que formaban una fila, de manera muy similar a como hoy en día a los empleados les toca cuando el jefe cumple años “… y todos iban a darle ósculo de paz en el proprio sitio, por mal nombre llamado bajo la cola”. A los colombianos, cuando nos da pena decir culo, decimos ‘colita’.

El tema ha atraído a las más grandes mentes, por lo menos hasta ahora. En su Enciclopedia filosófica Voltaire le dedica un capítulo entero al culo, pero lo hermoso e inteligente es que lo hace bajo la entrada de la palabra ‘Ignorancia’. Y es cierto. Todo lo que gira en torno a ese remate corporal es puro tema de ignorancia; nos sentamos en la mica y tenemos ideas metafísicas. La gente se lleva una revistica al baño. Los más grandes hombres, Alejandro y Adriano, se fueron lejísimos por un poquito de culo. No lo hicieron por una porción del otro histórico huequito por donde venimos a este mundo sino por el tafanario. Y pensar que algunos han subestimado el poder del nalgatorio omnipotente. Dalí lo sabía: ‘Es en el culo en donde se pueden desentrañar los mayores misterios de la vida’. En lugar de mirar unas yemas para inspirarse, si hubiera podido mirar su propio campanario, ¡cómo hubiera sido de concreto el arte abstracto!

En el mundo entero han proliferado los blanqueamientos anales. Para los que no nos hemos mirado, esas delicadas células del órgano que amaban los sabios antiguos tienden a negrearse. No quiero pensar por qué. Un médico me explicó que lo mejor para que quede resplandeciente es pulirlo con algo similar al vinagre. Pero no con Heinz, sino con uno que ellos preparan. Queda ese último esfínter que nos separa del mundo externo como una verdadera estrella de Belén hacia la cual habrá que peregrinar, de rodillas, con la lengua afuera, con ofrendas, en paz, con mirra, a conocer al chiquito… “vamos a llevarle al pesebre requesón manteca y vino” dice un villancico. Eso no se le regala ni al celador dice Juan Bentz.

En Colombia ha prosperado el peeling del bul. Al parecer, nos hemos dado cuenta que nos gusta el peregrinaje. Pero la idea de alabar la horrible cloaca personal es mundial. Benedikt Taschen acaba de publicar The Big Butt Book, en donde explora esa fascinación perenne por el trasero. Con más de 400 fotos desde 1900 hasta la fecha, es una verdadera culopedia. En una canción que nunca he podido entender, la mente musical de Sting, que fue estudiada por Discovery Channel mediante una serie de TACS, declara que el corazón del naipe no tiene la forma de su corazón. Claro que no, tiene la forma de su culo.

El cuerpo desnudo no tiene bolsillos, ni guanteras, lo que hace que fumar desnudo sea difícil. Hay quienes creen que lejos de ser un objeto del culto, el final del colon es un estuchito cuco. Aparte de las consabidas botellas, vasos, velas, huevos, zanahorias, plátanos (con y sin condón) y bombillos que podría uno suponer son los objetos más usuales a ser encontrados en tan íntimo compartimento, los proctólogos David B. Busch y James R. Starling de Wisconsin ofrecen en internet una lista entre la que se cuentan: 402 piedritas en un solo tipo —iniciando un negocio de gravilla, tal vez—, unas gafas y un periódico —me dejó el avión, ¡y tenga!—, una jarra de cerveza de esas que había en la cabaña del Tío Tom con portavasos —no vaya a ser que dejemos feas manchas en el colon—, una anguila viva que innominado coreano decidió introducir para relajar su llenura —¡hay una cosa que se llama Alka Seltzser!

En Colombia somos especialmente afectos a las chuspitas. Una mujer llamada Tirsa intentó introducir a la Picota en el 2000 un arma semiautomática de calibre 7,65. El arma se le atascó, como era de suponerse, y Tirsa alegó estar embarazada. Sólo tres días después confesó que los verdaderos padres eran dos caballeros americanos muy arevolverados: Smith y Wesson. El arma se había alojado tan arriba que quizá la idea era que saliera por vía bucal con una leve tos nerviosa. En Medellín hizo historia en el cuerpo médico la triste anécdota del habitante de la calle que quizá queriendo darle a su mejor amigo una morada, le permitió vivir en su culo. El problema es que su amigo no era imaginario sino una rata real. La criatura murió en la cavidad rectal y tuvo que ser removida quirúrgicamente. En casos como ese, el paciente queda con colostomía permanente: sí, esa condición en la que pende una bolsita en la que se deposita lo que uno carga en una bolsita cuando sale con el perro. Famosas prostitutas de Bogotá, mujeres que conducen camionetas Mercedes hasta la casa de sus clientes, que han tenido desgarraduras anales por efectos de su oficio también terminan con colostomía. Lo paradójico es que lejos de complicar su comercio, lo expande: hay clientes que ofrecen mayor cantidad de dinero por la experiencia antinatural, lo cual parece sugerir que lo que se ama es el colon y no el antifonario. ¡Vaya extraño apego a un órgano interno! Es famosa la anécdota entre el cuerpo médico del sacerdote bogotano que llegó a las urgencias de una prestigiosa institución capitalina con una Barbie atascada en el mentado orificio. No me consta, pero como rezaba el extraño culto de Molder en los Expedientes Secretos X: quiero creer. Como ultimísimo recurso, uno se introduce un Ken a ver si le da una mano.

Sabios los inventores del Nexus, un objeto similar a la palanca de cambios de un Twingo, al fin diseñado específicamente para que el viejo cincuentón con esposa e hijos experimente sin saber un culo del culo; le pusieron una manija bien bien larga.


Roberto Palacio F.