El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

domingo, 28 de noviembre de 2010

Mis visión del futuro; ensayo sobre los próximos cien años para concurso XICOATL

El año 2100


Los futurólogos franceses de finales del siglo XIX estimaron que para el año 2000 en París habría tantas carretas tiradas por caballos, que no se podría avanzar por las calles. Cuan equivocados, pero cuan acertados al tiempo. Se pide en este ejercicio que arrojemos las redes de nuevo sobre un período similar. Si como lo sugiere el ejemplo hay una posibilidad de acertar, por ínfima que sea, permitámonos esa irresponsabilidad y especulemos sobre lo que vendrá en otros cien años, un lapso de tiempo que parece razonable para que lo especulado no deje sólo el sabor del equívoco absurdo. Y qué mejor lugar que el ensayo.

El gran reto del próximo siglo, para comenzar con lo que atañe a nuestras vidas interiores, no va a ser por tolerar sino tan solo por poder creer que el otro defiende las ideas que defiende. Acuartelados en pesados búnkeres conceptuales, cada uno representará una causa propia, comprensible sólo para sí, fanatizada y dogmática. Esa vida interna, que Voltaire equiparara magistralmente con un árbol que crece desde adentro, ya violentada no podrá generar la sombra del resguardo y combatirá a muerte por la poca luz. Habiendo sido moldeada por el ambiente natural, se empobrecerá y se defoliará con las drásticas reducciones al espacio físico en el que habitamos, con el cerramiento de fronteras reales, con las altas densidades que son como la confusión misma, con el estrechamiento del horizonte que abarca la vista, porque no hay nada que distinga esta perspectiva de la que se tiene ante el ojo de la mente. Con esas pérdidas se habrán ido los frutos más deseados del árbol; la libertad, la voluntad, la fortaleza y el respeto por la debilidad.

Viviremos en un mundo en el cual no habrá nada más fácil que dejar una huella, pero que irónicamente sólo admitirá vestigios anónimos y muertos de símbolos que ya no nos dirán nada, plasmados en los manidos tatuajes en la piel y en los grafitis de los muros de la ciudad. El siglo XX nos vendió con éxito la idea de que debían morir las grandes ideas que trascendían la esfera de acción de un individuo y nosotros lo creímos en nombre de la felicidad. Nunca había sido más fácil ser frugal y estúpido y frívolo simplemente para quitarnos de encima el estigma de la solemnidad. Un hombre, una causa; porque el destino de un conflicto prolongado no puede ser más que el fraccionamiento absoluto del conflicto.

Los próximos cien años se irán estructurando en torna a tendencias que antes parecían antitéticas, pero que existen mudas y violentas una al lado de la otra. Proliferaron los libros escritos por estultos para mostrar lo ingeniosos que son al recrear su estulticia. Cuando esos procesos hayan seguido su curso natural y llegado a su esperada culminación, coexistirán entonces todos estas creencias que no se entienden y son incompatibles en los mismos sistemas ideológicos de las personas, las organizaciones y en el tejido intelectual de la sociedad. No las unirá más que la estrechez de miras y la pobreza de amplitud. Cuando entren en contacto, no lo harán en la interacción, sino en la rabia nacida del desencuentro que ya no se puede conllevar más. Piénsese en los dos fanatismos religiosos que colisionaron frenéticamente en septiembre de 2001 en Nueva York. Uno derrumba dos símbolos del culto cambiario de la cultura occidental. Ésta, a su vez, responde con una dosis del mismo mal; comprando y rezando, como lo recomendó George Bush en su comunicado al pueblo americano luego del desastre.

Con la muerte del árbol y de sus frutos inevitablemente vendrá el deterioro de lo inalienable, la caída de las ramas estructurales. Veremos en los próximos cien años el comercio, la disposición y la venta de los derechos fundamentales. ¿Cómo alienarlos? Basta tener un expediente que me permita disociar comisión y castigo, acto y consecuencia. La ciencia trabaja obstinadamente en ello y así como los últimos pensadores románticos europeos declararon que el derecho y la economía eran las más ideologizadas de las disciplinas, ahora debemos decir que lo son las nuevas ‘ciencias’; la ingeniería bancaria, las ciencias forenses, nacidas de la invasión del cuerpo y de la individualidad, otros frutos ansiados del paraíso. Sembrarán el terror en América Latina que no conoce nada parecido a la crítica y el control de la ciencia. Volveremos a espiar como en las épocas de las grandes dictaduras, pero sin que nos importe un ápice la vida de los demás. Dada la estrechez de miras y la subsecuente desvalorización, los derechos serán piezas cambiarias. Nada habrá en que el pobre tome en la cárcel el lugar del rico que ha comprado su libertad. Antes se vendían riñones. Los riñones del año 2100 son los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Se venderán caro al comienzo y al final se intercambiarán por electrodomésticos, como ya ocurre entre los más desesperados que negocian su vida en actos terroristas por una nevera.

El futuro no será tan futurista como lo imaginamos en la década del cincuenta. El que repase las páginas de una Mecánica Popular poblará su visión justamente de lo que no tuvimos: carros voladores, comidas gratis, fuentes inagotables de energía. El año 2100 quizá no sea tan distinto al 2010. Algunas de estas aterradoras realidades ya caminan solas. En Colombia hay actualmente un proceso en marcha por castigar las primeras interceptaciones masivas de los órganos de seguridad a la vida íntima de ciudadanos nacionales y extranjeros; pareciera que nunca nos había importado tanto el otro. En otros países del hemisferio la práctica trasciende el Estado y prosperan las industrias de escrutinio de la privacidad. Lo paradójico es que son individuos anónimos y comunes quienes terminan siendo vigilados; en los vestíbulos de tiendas donde los clientes se miden la ropa, en sus sitios de trabajo, a través de bases de datos que se venden indiscriminadamente. Muchas veces, son los mismos individuos quienes exponen los últimos vestigios de su privacidad a la vista pública, motivados por las redes sociales, incentivados por la fama efímera de los ‘Reality Shows’. Oscilaremos permanentemente en los próximos cien años entre la privacidad y la exposición en un mundo sobrepoblado y a la vez sumido en la soledad.

Pero quizá la manifestación más dramática de la sobreexposición vendrá de la economía los pobres que le habrán arrojado sus últimas monedas a los cepos en las Iglesias. Empresarios de la palabra exprimirán los frutos monetarios que aún se le puedan sacar al dogmatismo, sobre todo en América Latina, desconocedora de las éticas escépticas con la titulación de pedazos del más allá. No habrá problema en poblar nuestro universo interior con promesas de privilegios después de la muerte en nombre de la mayor gracia de Dios. Al final, sólo los pastores se habrán marchado con la riqueza, que entonces ni siquiera servirá para abrirle a sus almas las puertas de un cielo sobrevendido. Tal vez llegue un tiempo en el que nos demos cuenta no tanto que estos fanatismos no desmerecían del absurdo (eso ya lo sabemos) sino que eran innecesarias y hartos hasta el cansancio. Se abandonarán entonces los dogmas y los odios y las creencias insostenibles; no porque las hayamos refutado sino porque nos aburrieron. Sentiremos una vergüenza como la que se siente de verse en una vieja foto con la patilla y la solapa enorme y desproporcionada. Pero ese tiempo no está en el horizonte de un siglo, y aún si fuera pronto, a Occidente le seguirá quedando el gran reto de aceptar la cultura y la religión oriental en términos de una verdadera igualdad. Tan fácil hubiera sido reconocernos como falibles y humanos desde el comienzo, y decir en contra del fanático: ‘humanidad antes que verdad’.

Más que de la religión, la nuestra es la época de la biología. En los cien años por venir, la estimación del sistema de lo viviente tendrá que sortearse entre quienes piensan que toda la compleja red de la vida no es más que un producto cambiario que debe ser puesto en el mercado y, en el otro extremo, los que defienden la integridad de lo viviente como un valor en sí mismo, acusados desde hoy de irremediable humanismo trasnochado. Llevaré mi irresponsabilidad un paso más allá, porque no creo que dichas actitudes se circunscriban sólo a lo biológico; veremos chocar en esos cien años a los que no encuentran un motivo realmente significativo para dejar de intercambiar lo que su capricho dictamine en nombre de su libertad y los que aún tienen suficiente follaje en su jardín interior para poder concebir que hay cosas que tienen valor meramente en virtud de lo que son. El tablero en el que se jugará más incisivamente esa partida será el de la biología y el de la genética simplemente porque no hay objeto más preciado, como valor o como mercancía, que la vida misma. La tensión entre lo determinado y lo autónomo -un legado de la ilustración europea y una oposición que creíamos propia de la lucha humana por erigir barreras que la salvaguardaran contra la tecnología-, se habrá roto porque en el futuro cercano las personas se habrán ‘biotecnologizado’, mientras que las tecnologías se habrán ‘humanizado’. Sin duda, el primer mundo trabaja arduamente en el segundo de estos propósitos; al mundo subdesarrollado no le queda más que llevar a cabo una cruel parodia del primero, procurando que los humanos desarrollen mínimos modelos de eficiencia y predictibilidad. Mientras que en aquél se procuran construir máquinas pensantes, en éste aún procuraremos que los hombres actúen como máquinas.

América Latina y Europa son los modelos paradigmáticos que vienen a la mente. Su relación es compleja, como cualquiera que está cargada de historia. En cada mundo se encuentran los sueños esparcidos del otro. Como dos bombas que estallan contiguas, los fragmentos del uno conforman los escombros del otro. Los europeos tuvieron que buscar los restos de sus últimos paraísos en América. En su tercera cruzada americana, en la desembocadura del poderoso Orinoco, Colón ve tanta agua dulce mezclarse con la de mar que concluye que ella no puede más que provenir del Paraíso y declara con una mano en la Biblia y otra en los mapas haber encontrado el Edén. El hechizo no duró ni siquiera la mitad de un siglo. Descubrieron muy pronto que si bien todo era recién llegado a la vida y rápido en nacer y desarrollarse, con la misma fuerza decaía y degeneraba. Aguirre, en su demencial expedición por el Amazonas comprueba con asombro que un árbol de la selva tropical sobre el cual se recuesta una armadura metálica durante una sola noche, proyecta una sombra de óxido tan patente como si se tratara de una de luz. Tan rápido como el suelo americano da la vida, la quita. La naturaleza americana, dirá la visión cientifista y europeizante que se inicia posteriormente con el biólogo francés del siglo XVIII Buffon, es corrupta y a la vez corruptora.

Los americanos, por el contrario, no hemos roto el sueño europeo, que se prolonga como un lento estupor del medio día de nuestra historia. En los valles más alejados de Colombia aún se desfogan los fuelles del acordeón, instrumento musical que fracasó en Europa. Su canto es tan obsoleto como el ululato de montañeses de tirantas. Pero en estos mundos perdidos, el vallenato que se hace con los pesados ‘Hohners’ y flautas que suenan gracias a la miel de las abejas, en su extraña tristeza carnavalesca y circense, no puede dejar de evocar la terrible actualidad y persistencia de un mundo que vive en la irrealidad de los recuerdos, como si cada colombiano instanciara en carne propia la expulsión de un paraíso lejano, idílico y personal.

Quizá el año 2100 hará patente el hecho de que ambos universos no eran más que periferias, poseedoras de pequeñas tradiciones, que aunque valiosas, rápidamente se agotaron con la masificación. Gravitarán en la condición de mundos anecdóticos, propicios para el que gusta de comer y beber, para el que aún soporta el arte o para el que pueda vivir entre los animales. Las edificantes culturas nacionales no tendrán nada que decir, porque el núcleo de la civilización se habrá trasladado en un acto de aniquilamiento cultural, a los centros de producción en oriente. Europa y América Latina tendrán que recoger los pedazos desperdigados de sus herencias mutuas y evaluar su aporte a la cultura universal, preguntándose mutuamente quienes son. Paradójicamente, quizá sólo entonces puedan reconocer lo que hay del uno en el otro.

Roberto Palacio F.

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