El destino de todo texto

El destino de todo texto
Aldous Huxley "Si uno es diferente, está condenado a la soledad"

lunes, 25 de octubre de 2010

LA DEPRESIÓN PERFECTA


Self Portrait, Francis Bacon
Lo más terriblemente ominoso de la depresión es la forma en que nos expone al vacío. Sé que es el tipo de frase que uno esperaría oír de un filósofo. Peor, de un existencialista. Pero es la forma en que me formulo el asunto; lo más insidioso y destructivo de la depresión es que ella hace patente un hueco, la pura y simple nada, carencias: de emociones, de perspectiva, de la pequeña alegría que procuran las cosas. La depresión mina el deseo de vivir y ni siquiera lo hace refutándolo, o carcomiéndolo, caso en el cual le podríamos poner la cara. Lo hace dejando ese deseo vital en el olvido, como si nunca hubiera estado allí, como si las cosas y el mundo siempre hubieran carecido de estructura. La depresión se asemeja mucho al proceso de desvanecimiento de un recuerdo atesorado y por eso las condiciones en las que perdemos la memoria, como el mal de Alzheimer, nos llegan a la par con este mal. La depresión, en poco, es sentir nada y si nos sumerge en el malestar, es sólo porque reaccionamos ante esa anestesia que sentimos (o mejor, ya no sentimos) por el mundo pensando que esa forma de ser ya no se nos parece a nosotros: “Pero si yo no era así, yo sentía intensamente…” La depresión toma la forma de un desconocimiento propio.


Ha de ser una psicología muy errada la que expongo, pero la depresión no se me parece a la tristeza. Yo no las siento igual. Tristeza es lo que vende el cine a través de la muerte o la despedida de un amante o de un niño, la separación de una familia y su esencia casi siempre reside en esa partida o en sus consecuencias, por lo general previsibles, aunque a veces inevitables; la vida solitaria, el abandono, el tiempo, la distancia. Lo que distingue la tristeza de la depresión es que en la tristeza hay vida. El hecho de que nos duela una ruptura es un indicador absurdo y lacónico, pero infalible, de que sentimos, de que no estamos anestesiados ante el mundo. La depresión, en cambio se asemeja a una infección viral, en la cual nos va carcomiendo un agente que ni siquiera está vivo, como los virus no lo están. Woody Allen en sus memorias lo resumía magistralmente cuando decía que en el barrio en el que creció había pocos suicidios; la gente simplemente andaba demasiado triste. Y puede ser en algunos casos incluso un sentimiento que queremos despertar, como la buscada nostalgia de los tangos o de los boleros. No hace mucho un amigo me invitó al festival de poesía en Medellín. Como tantas cosas que solemos decir bromeando en serio, me recalcó que parte de la gracia –así dijo, “la gracia de la cosa”- era ‘llorar bien bueno’. Renuncié a ese placer. Pero los poetas invitados eran africanos y aún me pregunto si mi bucólico invitante habrá logrado salir con los ojos aguados bien sabroso a punta de versos en suajili. Como haya sido, en la tristeza hay oportunidad.



El deprimido, en cambio, lejos del llanto liberador que reafirma el sentimiento de estar vivo, suele ignorar su condición. No verá aumentada su agresividad, ni se sentirá hiperactivo e imparable, aunque estas sean situaciones frecuentes de su depresión. La inercia afectiva nos hace creer que estar activos es la salida a la condición de anestesia en la cual nos sumergirnos lentamente. Por eso el deprimido suele estar maniaco, fuera de sí mismo. Hace de todo, a toda hora. Uno de los casos de depresión que más me ha impresionado fue el del padre de mi mejor amigo que en ‘la mitad del camino de la vida’, simplemente decidió sentarse en la sala de su casa y hablar. Al comienzo, toda la familia lo acompañó, pensando que era un alegre regreso a la costumbre del diálogo perdido hace tiempo. La primera vez que habló por más de veinticuatro horas seguidas supieron que tenían en sus manos un caso de depresión profunda. Creo que él también lo supo. Lo más conmovedor es que su charla era jovial, llena de recuerdos, a veces centrada en lo inmediato pero nunca decaída o quejumbrosa. La inactividad de la depresión suele aparecer cuando nos percatamos plenamente de que no hay mucho que podamos hacer para poblar ese universo vacío y cuando nos vemos haciendo cosas que nos vuelven irreconocibles para nosotros mismos. Uno no se puede curar -al menos no fácilmente- de una infección con agentes muertos. Simplemente no hay manera de matarlos.



A qué le atribuimos nuestra depresión, el tomar conciencia de ella, es tan importante como la depresión misma. No que con ello realmente develemos su causa, pero esa atribución determina nuestro comportamiento cuando el mal se prolonga. Imaginemos, como un simple ejercicio de la morbidez, que pusiéramos nuestras depresiones en un dinamómetro que las pudiera aumentar y multiplicar, pasar el botón de un ‘dos’ a un ‘siete’ de intensidad y luego someter nuestra condición a la máquina del tiempo de Wells de tal manera que no fuera un estado pasajero -como por suerte lo es para la mayoría de nosotros-, sino crónico. No se crea por un instante que propongo algo así, aunque en la demencial carrera por perfeccionar los ya desmedidos métodos de tortura, el ejercito de los EEUU experimentó hace unas tres décadas con depresivos radicales. Supongamos que podemos aumentar y prolongar nuestras depresiones sin conejillos de indias más que los imaginarios. Luego de que ha descendido ese ‘velo’ o ‘nube gris’ sobre las cosas que describen los deprimidos como una etapa inicial, luego de que se han deteriorado las relaciones familiares y personales a causa de un estado prolongado, luego de que el mundo y lo que lo compone han perdido sentido y parecen casi irreales ¿qué queda? Por pura lógica, el deterioro del deprimido como tal; ya no hay nada más qué eliminar. Una vez ha perdido sentido el mundo y los otros, el que pierde sentido soy yo.



Lo más increíblemente perturbador es que más allá del experimento, lo que realmente ocurre es lo que acá mencionamos. El gran ausente en la depresión severa es el deprimido mismo. Y tenemos más de cien años de saberlo. El neurólogo francés Jules Cotard, médico de infantería durante las prolongadas y crueles guerras de finales del siglo XIX en Europa, nota cómo los más deprimidos entre los soldados que habían estado sobre-expuestos en las trincheras contaban la misma historia casi sobrenatural. A pesar de no padecer una condición física, casi todos se describían como muertos en vida. Lo debo decir una vez más, porque es difícil de creer: los pacientes que atendía Cotard contaban que habían muerto, y su cuerpo, que ya no pertenecía más al reino de los vivos, o bien se estaba pudriendo o ya estaba vacío, era polvo. Junto con los muertos reales, llegaban los muertos en pie. El médico militar tuvo la suficiente visión como para no identificar el problema con una simple hipocondría, o con un temor a volver al frente, lo cual ya hubiera sido bastante fácil al calor de los petardos explosivos del enemigo. En una conferencia en París en 1880 llama la nueva condición le délire de négation, o el delirio nihilista. Aún hoy, incluso en Colombia, hay casos reportados. La etiología y sintomatología de esta afección no se han diluido simplemente o redefinido a la luz de los intereses de los laboratorios de medicamentos psiquiátricos. Es una condición real, el estado final de la depresión. Es la depresión perfecta.



Las descripciones que dan los pacientes con síndrome de Cotard son pasmosas. Describen su cuerpo como muerto, su interior como vacío o putrefacto, dando recuentos detallados de los olores de su carne en descomposición. Otros piensan que sus órganos están en su cuerpo, pero que han dejado de funcionar o están llenos de polvo, obstruidos con cementos secos. Momias. Casi todos son hábiles en describir con precisión el momento y las circunstancias de sus muertes. ¿Acaso qué evento hay más importante en la vida? Venderles la idea de que no se ha muerto probando que no se puede estarlo porque se está hablando ante el psiquiatra es tanto como decirle a un anoréxico que lo mejor para su mal es comer. Él lo sabe, pero no hace parte de sus creencias funcionales, las que sirven para vivir. Quizá para Descartes haya funcionado la idea de que una de las condiciones del pensar es el existir, pero cuando lo único que hay es una gran depresión haciendo patente el vacío, no hay lógica racionalista que valga. Esto no implica que no haya un proceso de pensamiento en todo el asunto. Las ideas del paciente de Cotard me imagino que toman más o menos este curso para poder llegar a su estado final: la depresión severa y prolongada, la anestesia del mundo, me lleva a pensar que ese mundo es irreal. Los que me rodean, no son más que una parte de él. En verdad, mi cuerpo y yo somos parte de él también. Pero me veo y me huelo; acá estoy, me desplazo, duermo y como. No hay otro remedio, hago estas cosas ¡pero muerto! Si estuviera vivo sentiría algo, pero soy incapaz. A todos estos elementos unidos le atribuyo mi condición. Quizá cobre ahora sentido la importancia de a qué le atribuyo mi depresión. Si a veces el presentimiento de que se va a morir es fuerte, la certeza de que ya se ha muerto lo debe ser mucho más. Así, la idea de la propia muerte se sostiene sin cañazos.



¿Qué en este ancho mundo puede causar algo así? Hay casos de lesiones físicas e historiales de enfermedad mental como la esquizofrenia y la psicosis que han terminado en el síndrome de Cotard. Pero los estados anímicos que causan esta condición son comunes. Muchos los hemos vivido en sus etapas iniciales. Cuando en Bogotá se puso de moda el robo en los cajeros electrónicos, tuve la mala suerte de caer en un atraco con escopolamina que me fue administrada en una cafetería en los alrededores de Lourdes. Me levanté treinta y seis horas después en los escalones de la Catedral, con un dolor de cabeza monumental, en bancarrota y deprimido. Quizá lo único afortunado del incidente fue, paradójicamente, la depresión. Fue como ninguna otra que hubiera padecido, no tanto por su intensidad como por su ‘sabor’ peculiar. Recuerdo haberme acostado en el sofá de mi sala luego de lograr llegar a casa. Allí, rodeado de las cosas reconocidas y amables de mi entorno, sentí con claridad prístina que eran irreales. Todo era igual; mi comedor, mi cojín, mi cobija, yo mismo, pero de alguna manera todo tenía una perspectiva distinta. Y todo me daba igual. La depresión es en efecto un asunto de perspectiva. En mi caso particular, se hizo muy patente ese sin-sabor de la realidad. Creo que si esa sensación se hubiera prolongado más de la semana que duró, sin duda me hubiera deteriorado significativamente y hubiera tenido que comenzar a encontrar explicaciones. Una de las condiciones más dolorosas y extremas de la depresión es el sentimiento de que no nos abandonará nunca.




Pintura de un paciente esquizofrénico

Paradójicamente, los descubrimientos sobre la manera en que el cerebro elabora el mundo que hice tratando de entender todo el asunto revestían una belleza inusitada. Eran viejos a la neurología pero totalmente nuevos para mí. Haciendo sencilla una complicada explicación: partes primitivas del cerebro reptiliano, el tálamo e hipotálamo, son las encargadas de producir los diversos estados emocionales como la ira, el amor, la atracción, la repulsión. Normalmente pensamos que estas emociones sólo las despiertan otras personas. Difícilmente nos percatamos que todos los objetos en alguna medida se perciben de manera emocional, porque todos en alguna medida nos atraen o nos repulsan. El reconocimiento de estos depende de partes más nuevas del cerebro; la corteza cerebral, el complejo aparato en donde se procesan funciones superiores. En el acto normal de percibir hay una enmarañada comunicación entre emocionalidad y observación. Cuando por lesión, enfermedad mental o a causa de un fármaco, como la escopolamina, se altera esa comunicación, no podemos asociar emoción alguna con lo que vemos, tocamos, olemos. El mundo, en ese estado, pierde significancia, y en últimas sentido. De allí a que yo lo pierda no hay más que un paso.

Nunca más he vuelto a sentir lo que entonces sentí con la escopolamina. Y no quisiera volverlo a sentir. Pero debo reconocer que la experiencia, aunque no buscada, me permitió saber que habitar en una realidad con sentido es algo que depende de un delicado equilibrio. Y es un logro.

Roberto Palacio F.

25/10/2010


jueves, 14 de octubre de 2010


Colombianos à la Ingrid

No dibujaré en este escrito cada uno de los personajes que uno ve aparecer en un reality o en un parche o en un club colombiano. Abundan y van desde el avispado hasta imbécil, pasando por el noble y silencioso hasta el maniaco o el finquero paramilitar de voz grave y aguardientosa. Me limitaré a uno, que no tenemos claramente identificado como un grupo humano. Yo lo llamo La Doctora Ingrid y es tan específicamente nacional como los liberales de la tiendas, señalar cosas con la boca y robarle a los amigos.

La Doctora Ingrid es el colombiano, a veces de clase alta, -casi siempre se requiere el arribismo del estatus para configurar el coraje de una Doctora Ingrid- que se para en un derrumbe en la carretera a gritarle al policía de tránsito que le despejen la vía porque tiene afán. No importa que todos los damnificados lleven horas de espera paciente, que todos hayan entendido la supremacía de las circunstancias de eventos inevitables. Ella (usaré el femenino para ser más concordante con el nombre del grupo humano, aunque hay especímenes masculinos) tiene que llegar primero. Fue con esta mentalidad que nuestra Ingrid cruzó un cerco de seguridad que las autoridades desaconsejaban pasar. Pero uno siempre puede alzar la voz en esos casos; las Doctoras Ingrid no temen hablar duro en público, rasgo que equivocadamente incluso ellas toman por extroversión. Pero dado que son más hábiles para forjar propósitos que pensamientos y esto las hace sentirse más escrupulosas, en verdad están más cercanas al fanatismo que a la voluntad férrea. Porque el fanatismo es justamente esto; el afán de pasar de una meta ciega y obstinada a otra sin que medien pensamientos. Recordemos esa carta que Ingrid le dirigió a su hija desde el cautiverio en la cual la incitaba a terminar su doctorado por encima de lo que fuera. Solo imaginarlo es inconcebible; se está en medio de la selva, no se ha visto a los hijos por años y lo único que se atina a proferir es un sonso consejo sobre cómo escalar en círculos profesionales y sociales. La Doctora Ingrid siempre tiene plena conciencia de sus ejercicios de poder en los grupos a los cuales pertenece. Son cosas que ella ha ensayado, que anhela, que trabajó como propósitos de su carácter, que pedía en todos los cumpleaños mientras soplaba las velas con los ojos cerrados: Yo, la Primera. En la infancia, mientras otras niñas jugaban a cuidar a sus muñecas, ella ensayaba a dominar a sus muñecas. Ella, con el más egocéntrico de los deseos, siempre está fuera de sí misma.

Cuando una Doctora Ingrid logra salir del meollo, porque hay casos en los que consigue convencer a los demás que ella tiene más afán, no le importará dejar a otros en el hueco mientras sale airosa, sin culpa, creyendo y sabiendo que todo se lo merece por su origen, o por su inteligencia o porque sus hijos son más lindos y más requeridos que los de los demás y no conocen el aplazamiento de una sola necesidad. Piénsese en la actitud de Yolanda Pulecio ante el secuestro de su hija. ¿Alguna vez siquiera impulsó un camino de acción para otro secuestrado que no fuera su amada Ingrid si no creyera que también la beneficiaba? ¿Se involucró en algún momento en organizaciones, adoptó ideales tendientes a lograr una solución colectiva al secuestro más allá de las que hubieran podido beneficiar a su hija? Y de allí deriva un rasgo que hace a La Doctora Ingrid más deleznable que el avispado; teniendo un “noble origen”, es incapaz de concebir que las esferas de la acción tengan sentido para otros que no sean ella. Su egoísmo tiene dimensiones. Para parafrasear al Bufón del rey Lear, hay un método en su locura. A las Doctoras Ingid no les cabe la menor duda de que así debe ser, porque no les cabe la menor duda de que ellas han sido elegidas para mandar, como lo fue el pueblo de Dios.

Cuando por alguna circunstancia, a las Doctoras Ingrid les toca quedarse en el gallinero (la que conocemos lo tuvo que hacer por varios años), asumen el rol del rey de la rosca, el jefe de la fila, el dueño de la esquina. Aunque no conocen el lenguaje de la lucha por el semáforo, es tal su convicción de que la que manda lo debe hacer en todo lugar y circunstancia, que no demoran en encontrar otros que la obedezcan. Es una idea derivada de la fábula de que la verdadera princesa no puede dormir en un colchón que oculta una alverja debajo: la que es princesa es princesa, qué le hacemos… Pero en la vida real, la historia habla con otras palabras. El verdaderamente noble, que sabe callar y obedecer cuando las circunstancias lo ameritan, cuando su misma vida está en peligro, siempre saldrá perdiendo al lado de una Doctora Ingrid, porque frente a la algarabía quejumbrosa con apariencia de estructura, siempre resaltará su silencio y sumisión como un giro hacia la debilidad o la ignorancia o la capacidad o la estupidez. Una verdadera Doctora Ingrid no duda por un momento corromper, robar, desposeer, mentir, o simplemente maltratar a sus subordinados porque si estas cosas las realiza una buena persona, que sabe más que los demás y en nombre de los altos ideales en los cuales fue educada, no hay manera bajo el ancho cielo que sean malas. ¿Y si no se teme a la mala acción acaso hay que amilanarse ante la crítica? De ningún modo es algo que haya que tomar en serio. La Doctora Ingrid no le teme al veneno, porque todo lo que no la mate la fortalece. Y es este en efecto uno de sus baluartes; está tan embelesada con ella misma, tan llena de amor propio y es tan profundo su noviazgo con su propia persona, que todos los sonidos que hacen los demás, las críticas, las voces opositoras no son más que perros que ladran por un camino en el cual ella va a toda velocidad hacia ningún lugar. ‘Dejad que los perros ladren’ le decía Don Quijote a Sancho cabalgando hacia el encuentro con el destino.

La vindicación de la Doctora Ingrid viene siempre de ella misma. Parte de su formación egocéntrica y fanática pasa por ser hábil en la palabra, y saber usar las herramientas de la convicción. Sabe que la palabra logra sus objetivos. Si supiera brujería también la utilizaría, pero es una verdad estadística que más gente la sigue si los sabe convencer con voz suave y martírica. Por eso tardamos tanto tiempo en reconocer que alguien pertenece a este grupo humano, y por eso es tan difícil de definir como tal. Obsérvese el tono de nuestra doctora Ingrid luego de su intento de demanda multimillonaria al estado; casi el de un enfermo terminal que quiere hacer la paz con el cielo y con la tierra. Tan distinto al posterior a su liberación, en donde estuvo a muy pocas palabras de decir que no volvería a Colombia, que viviría indefinidamente en su patria, Francia. Y en verdad que no hay nada más colombiano que arrastrar la idea de que para uno Colombia es una opción. No hay personaje más colombiano que una Doctora Ingrid. No saben las fuerzas de la delincuencia el daño que la hacen a Colombia dándole motivos a un personaje como el mencionado para que despliegue con toda justificación y en pleno su papel amado de víctima. Al pueblo, por su parte, le cuesta trabajo entender que no es ninguna virtud personal el haber sido torturado.

No conozco a la doctora Ingrid de carne y hueso. No me la puedo imaginar de otro modo que como una Doctora Ingrid; han de ser mis prejuicios. Pero todos los síntomas los hemos visto en algún momento u otro de su historia melodramática y prepotente. He conocido, eso sí, muchas Doctoras Ingrid en mis años como profesor. Sé, con toda certeza que están más allá de lo que la educación puede hacer por una persona, porque nunca están abiertas a recibir nada que ellas no se formulen para sí mismas. Como con tantas otras cosas, toman lo que creen que las fortalece y el último eslabón lo darán en la cara de quien les ha enseñado, sin sentir el más mínimo remordimiento. Con educación, no todo se puede. Hay gente que se ha hecho inmune.

En los años que van desde que abandoné la docencia, o ella me abandonó a mí -no lo sé-, me ha venido atacando al terrible duda de cuántas Doctoras Ingrid no habré formado, a cuántas no le habré dado ideas, elementos, estructura desde las aulas de la Universidad de los Andes. Y para poder vivir conmigo mismo, ni siquiera me haré la misma pregunta con respecto a los Andrés Felipes Arias, lo peor de lo que Antonio Montaña llamara la fauna social colombiana.

Roberto Palacio F.
14/10/2010